El Monasterio de las Conceptas fue levantado de las cenizas de la Conquista en 1592, a la costumbre de los claustros del mundo religioso: es decir, a manera de ciudad amurallada, de universo impenetrable. Llegó, en sus épocas de mayor demanda, a albergar a más de 300 mujeres, quienes ingresaban entre las edades de 8 a 12 años, ofreciendo sus vidas a la fe y pasión espiritual.
Se dice que un rito iniciático era pasar la noche en el cementerio, entre cadáveres y tumbas, para, la mañana siguiente, cortarse el cabello, despojarse de sus respectivos nombres y recibir la bienvenida al mundo de abstención absoluta. Desde el momento en que cruzaban los portones del claustro, nunca más verían a sus familiares, salvo como sombras impersonales detrás de un torno, como verían pasar la realidad de las calles y la ciudad. “Si los tornos hablaran,” dice Clara Jaramillo, directora de la Fundación Museo de las Conceptas, “dirían, sin duda, más que las paredes”.

Adentro, había todo cuanto precisaba el ser humano para sobrevivir. Había incluso barrios que respondían a la clase social de las novicias. Había huertos para alimentarse y harina y miel para endulzar sus recetas (quién no conoce los célebres dulces de Corpus) y se cultivaban innumerables plantas medicinales para curar innumerables aflicciones. Había, sobre todo, momentos llenos de historia que quedan encapsulados para siempre entre las macizas paredes coloniales. Hoy, con sólo cerrar los portones del museo, ubicado en la pequeña ala que antiguamente sirvió de enfermería para el monasterio, Clara Jaramillo se impresiona del sentimiento declausura que repentinamente vela los pasillos. Dice que “acá se escucha el silencio”.
La fundación que maneja el Museo de las Conceptas, una institución privada sin fines de lucro, deslindada administrativamente del claustro en sí, es, a fin de cuentas, el único vínculo entre nosotros y este legado secreto y fascinante. A través del arte y la escultura, las vetustas columnas de madera que levantan la rústica edificación, los árboles milenarios que brotan de los patios interiores, las paredes onduladas por el tiempo, podemos acaso presentir, como a través de una ventana o detrás de una puerta, aquel espíritu latente que personifica este oculto jardín de esta Cuenca tan antigua. Pinturas, repujados, porcelana, juguetes, los cabellos naturales de monjas perecidas hace décadas, e incluso siglos, utilizadas para inmortalizar a sus santas de madera…
Llenas de simbología, vislumbramos sensibilidades impresas como fósiles de fe e identidad. Un niño Dios abraza a un colibrí andino; los fabulosos riscos, barrocos infinitos de visiones y relieves; más evidencias del sincretismo en la espada-rayo de Miguel Arcángel, evocando la fuerza luminaria del Dios Sol nativo frente a la, por lo demás, ortodoxa representación del personaje bíblico; el propio Miguel Arcángel de tamaño natural, vestido con túnicas que las monjas van cambiando cada par de semanas; una urna hecha de tagua con Jesús Nacido envuelto como momia egipcia. Santos, muchos que ya no se nombran ni se veneran, representados por artistas de la escuela cuencana, o como indica Clara, “la escuela quiteña, pues Cuenca le pertenecía al Reino de Quito” … Con especial entusiasmo nos muestra un dúo de ángeles desnudos que las monjitas decidieron vestir – y un seno que amamanta al Niño que decidieron pintar encima – por pudor a mostrar lo que no se muestra en casa de Dios. Son todos ejemplos de un momento en el pensamiento, de un fugaz encuentro entre la realidad y la historia, que parece parte del aire de este recinto claustral.

Existe, además, el deseo de permanecer fiel a la estructura y sus materiales originales. “No son sólo obras de arte religioso lo que queremos que experimenten quienes visitan. Es todo lo demás, también: cada grada, cada rincón. Y por eso, por más que nos hayan sugerido modernizar los espacios de exposición, no hemos cambiado ni la mitad de un ventanal de lo que fue y ha sido por tantos siglos,” afirma Clara. “Parte indispensable de este lugar es ver cómo se ha conservado. El acto, incluso, de caminar por los pasillos, nos transporta a otra época”.
Entre las pocas “intervenciones voluntarias” por parte de la administración, vemos los patios centrales en los que se ha cultivado toda hierba, flor y planta que, según se entiende, alguna vez formó parte de los huertos monacales. Además de ser muy bellos, son como jardines botánicos llenos de variedad y colorido. Según la directora, era importante demostrar que la vida en el claustro era también una convivencia con la naturaleza. Entre floripondios y penapenas, entre el acanto, el chamburo, el ciglaló, el Corazón de María, el tilo, la altamisa, el hermoso árbol de los ‘zarcillos de gitana’ y tantos ejemplares más, vemos un pequeño cactus de San Pedro surgiendo difícilmente de tanta húmeda diversidad; este reconocido alucinógeno utilizado por chamanes nativos, se sabe, también formó parte de los jardines interiores del monasterio.
En lo personal, es quizás uno de los museos más especiales que hayamos visitado en el país. Como parte de esta ciudad dentro de la ciudad, este museo es un patrimonio vivo que protege el universo en miniatura del monasterio. Ambos comparten todas sus paredes, pero como dos ciudades entretejidas, respetan la cercana lejanía que los une y los distingue por igual.