Valle de Riobamba, diorama de un país

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En los albores de la realidad española en América, apareció́ un plácido valle dorado, azotado por los vientos de los Andes más remotos, hogar de llamas y chuquiraguas al pie del poderoso Chimborazo. Abandonados sobre él yacen hoy los vestigios de comunidades enterradas, de hundimientos geológicos, de ruinas de ciudades antiguas, puruháes, incas y españolas, que han sucumbido al movimiento de la tierra, al poder de la naturaleza, al tiempo, a la guerra y al olvido.

Si hay algún lugar en este planeta donde flaquea la fuerza de la gravedad, debe ser allá́ arriba, sobre el Chimborazo. Desde abajo, desde este soberbio valle de Riobamba (simplificado en su etimología original por los españoles, para que se leyese Riobamba, aun cuando no existiera río alguno a la vista) miramos hacia lo más alto, hacia el punto más cercano al sol desde la Tierra, el nevado que se levanta como rey de la cordillera. Se siente que el mundo empieza a caer hacia arriba. El vértigo en espiral se lleva el cielo, los cúmulos que se forman, como si el volcán fumara, son nubes que se escapan hacia el firmamento y vuelven a aparecer, dejándose flotar como entes que levitan desde la sagrada boca del volcán.

En el pasado no tan remoto, Jean-Baptiste Boussignault, afamado químico parisino que visitara Sudamérica en los tumultuosos años de su independencia y estuviera en Ecuador a poco tiempo de nacer como república, describe al Chimborazo como un “anfiteatro de nieve que rodea cada rincón del horizonte de Riobamba”. Lo llama también “el diorama más extraordinario del mundo”.

El valle es un observatorio natural, ubicado en el seno de una corona de montañas: el Tungurahua, el Altar, el Cubillín, el Carihuairazo

El sentimiento de asombro frente a este portento natural incitó, quizás, a las aventureras almas de los españoles a fundar la primera ciudad norteña del Perú́ colonial, que pronto sería Reino de Quito, en este estratégico territorio. La llamaron Santiago de Quito y de ahí́ partieron las huestes de Benalcázar hacia la actual capital del Ecuador, descendiendo a la cuenca del río Babahoyo, los de Orellana, hacia la actual ciudad de Guayaquil. En pleno centro de lo que sería, trescientos años más tarde, el actual Ecuador, se esgrimió́ el proyecto nacional sin comprenderlo ni imaginarlo.

La puna que se aprecia en la vía a Guaranda (El Arenal, Chimborazo) se enciende con los rayos del sol entre los fuertes vientos que vienen del Oriente.

Allá́ arriba, absorbiendo el aire de los tiempos, está la “atalaya del Universo”, como lo describiera el propio Libertador Simón Bolívar en su Delirio sobre el Chimborazo, escrito poco antes de confirmar la victoria en su lucha independentista frente a España. Allá́ arriba, la formación más grande y prodigiosa del país ve pasar el mundo, sus cóndores, sus hielos, sus piedras sagradas, sus últimos hieleros, como una verdad irrevocable.

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