Fotografías por: Jorge Vinueza
En San Cristóbal te advierten sobre la “maldición de la guayaba”. Dicen que si arrancas una de estas frutas de los árboles y te la comes, estarás condenado a volver a la isla. Yo, naturalmente, no la veía como ninguna maldición ni condena. Ni de cerca. Árbol que veía rebosando con la fruta, árbol al que me acercaba, arrancaba una y le daba un mordisco gigante, como para que le quede bien claro al destino que estoy “maldecida” (y que no me tocará otra más que volver) …
Llegué a San Cristóbal con la felicidad de un niño que sueña con ir a Disneylandia y finalmente lo cumple. Y al igual que ese niño, confieso que la ansiedad de pisar por primera vez las “Islas Encantadas” no me permitió dormir la noche anterior. Peor aún, al aterrizar en la isla, mi corazón palpitaba tan fuerte que lo sentía luchar con las paredes de mi tórax y estoy más que segura que estaban a punto de ceder y estallar si no fuera por los ejercicios de yoga me enseñaron. Está demás decir que, en efecto, estaba entusiasmada… sólo un poco.
¿Y San Cristóbal…? Oh, San Cristóbal… Ahora te inmortalizo en estas palabras… no estaba ni cerca de parecerse a lo que imaginaba. Era muchísimo más deslumbrante y hechizante.
Cuando llegas a Puerto Baquerizo Moreno, la capital provincial de Galápagos, el soplo del viento caluroso te da un abrazo puro de bienvenida. Esa primera bocanada de aire en tierra volcánica ya delata que estás en un lugar especial, lejos de la contaminación, lejos de la metrópoli y cada vez más cerca de la naturaleza.
Pese a ser la segunda isla más poblada del archipiélago (Santa Cruz es la primera), es tranquila y apacible. A su isla no llega una cantidad grande de turistas y la vida que se percibe a su alrededor, sigue siendo la de un pueblo, en la que se saludan y comparten miradas de complicidad entre ellos. Lo mejor es agarrar un taxi que no costará más de $2 al salir del aeropuerto hasta el hotel y aquel auto será de los pocos que encontrarás en las calles de la isla.
El mejor método de transporte es caminar o alquilar una bicicleta para recorrer el centro y toda la parte baja… para ir a la parte alta, es mejor pagar un taxi o camioneta por el día, ya que está a varios km del centro y para que puedas realizar todas las actividades con comodidad.
El sonido de fondo no es ni los pitos de los autos, ni el trajín de una ciudad levantándose para empezar su rutina. El sonido de fondo es el fuerte mecer del mar, de la ola llegando desde la profundidad con ímpetu para acariciar la arena, estallando sutilmente antes de arroparla con su manto azul de bordes espumosos. El sonido de fondo también es de ladridos hoscos de lobos marinos que descansan a sus anchas en la orilla de las playas, en el malecón, en los bancos para sentarse, en las calles…
Para una citadina como yo, esta sinfonía endulzaba mis oídos. Paseando por el malecón sentía que la inusual combinación de mar, animales, naturaleza de las islas, hacía que, con ningún esfuerzo, olvidara que alguna vez (hace un par de horas, en realidad) estaba rodeada de cemento y ciudad.
San Cristóbal apenas me daba la bienvenida y yo ya estaba lista para quedarme…
Playa de Oro y Playa Mann
El primer día lo recorrí con calma. Tanteando el territorio para entender el entorno. Caminando por el malecón veía los veleros y botes que se estacionaban en el puerto. Los pescadores descargando su pesca del día y otros saliendo con grupos de turistas hacia otras islas.
Los negocios al filo del malecón consistían en hoteles que prometen una hermosa vista al mar, tiendas de souvenirs y restaurantes de mariscos o comida internacional. Una pareja de enamorados pasaba en la bicicleta (la visión se repitió varias veces durante mi estadía) lo que sin duda animaba un extraño sentimiento de déjà vu en esta tierra desconocida por mí. Saltó a mi vista una casa de madera con aspecto de un centenar de años. Estaba bien mantenida y era distinta a la arquitectura más moderna a su alrededor. Días después, en más caminatas encontraría otras casas similares a esta y finalmente conocería al guía de Galápagos y oriundo de San Cristóbal, Whitman Cox, quien me explicó que esa misma casa que captó mi atención era de su madre y que las pocas que quedan de este material datan de la Segunda Guerra Mundial: “Cuando los norteamericanos abandonaron su destacamento militar en la isla de Baltra, dejaron atrás los tablones de madera importados y los que estaban aprovecharon el material,” me contó. Muchos construyeron sus casas así y en San Cristóbal son contadas las que aún se mantienen.
Al final del malecón, hacia el noroeste de la isla, Charles Darwin se encontraba extendiendo su mano para que todo quien pase a su lado, se sienta bienvenido a apretarla. Es la réplica de uno de los pensadores más influyentes de la Historia y el H.M.S. Beagle está por inaugurarse: si estás en modo turista, vale la pena tomarse una foto o un selfie con él… yo, obviamente, me tomé un par… para que aquel encuentro entre esta humilde periodista y el gran científico quede tanto en el recuerdo como en los anales del Instagram.
Playa de Oro está justo debajo de Darwin. Quizás fue, en algún momento, un lugar para tomar el sol y descansar, pero ahora los lobos marinos lo han conquistado y ya es difícil encontrar un espacio de arena que esté libre. Días después, en una lancha, el guía del tour, Carlos Chauca, me comentaría que se encuentran tantos lobos marinos en San Cristóbal porque éstos ya se han acostumbrado a la presencia humana, y ahí en alta mar son propensos a ser presa de algún tiburón u otro animal depredador. Prefieren pasar tiempo en la orilla donde están a salvo y se roban el corazón de más de un turista que no se atrevería a hacerles daño.
A 10 minutos caminando del centro y pasando Playa de Oro, está Playa Mann. Ubicada frente al campus de la Universidad San Francisco de Quito, es la playa más accesible y por ende, donde muchos optan por descansar. Sus aguas azul claro, su arena blanca y por supuesto, la oportunidad con los lobitos, puede combinarse con hay una amena caminata hacia el faro y la Playa Punta Carola.
La Lobería y el Barranco
Ese primer día también conocí a quien sería nuestro guía naturalista, amigo y músico personal durante el viaje: Federico Idrovo, o “Fede”. Cuando lo conocí, Fede llegó sin camiseta y cargando una tabla de surf más grande que él, su sonrisa iluminada al vernos. Así nos recibió casi todos los días que pasamos en la isla, sin camiseta y con una sonrisa (la camisa de guía naturalista que lo requiere la ley para entrar a ciertos puntos turísticos sólo se la puso dos veces, contadas).
Fede ha vivido gran parte de su vida en San Cristóbal y como gran surfista se siente más a gusto en el mar. También es hijo del músico Hugo Idrovo e integrante de la banda galapagueña Arkabus. Recién estrena su licencia de guía de Galápagos, nos llevó por los lugares imprescindibles de su tierra fuera del continente.
Fue él quien nos recomendó madrugar al siguiente día para conocer el extremo suroeste de la isla: La Lobería. “Puedes ir a mediodía o por la tarde, pero en la mañana esa ruta es espectacular,” contaba con entusiasmo. Así que vendida la idea, me levanté temprano para dirigirme hacia allá.
Si estás en bicicleta puedes llegar al destino sin problema, o ir en taxi/camioneta (cuesta alrededor de $4) hasta la entrada donde empieza un pequeño sendero de 600m hacia la playa; si vas hasta el Barranco son 900 m en total.
La Lobería lleva su nombre porque antes era un lugar donde descansaban lobos que ahora han optado por ir a otros sitios (algunos seguramente migraron a Playa de Oro…). Rodeada de una arena completamente blanca, un abigarrado mar que refleja tonalidades azules tanto oscuras como claras, pero siempre cristalinas, cubriendo el espacio entre las enormes rocas volcánicas por donde caminan iguanas marinas del mismo color, su piel de textura áspera y apariencia prehistórica. Uno siente que está realmente en otro planeta. Aunque este tipo de frase lo escuchas siempre cuando oyes hablar de Galápagos, hay pocas maneras de describirlo de otra manera. Esa sensación de ver algo por primera vez, de no tener nada con qué comparar lo que ves y sientes, algo que perduró durante toda la estadía.
Las playas de La Lobería son ideales para hacer snorkel porque en sus aguas casi transparentes se tiene una visibilidad perfecta de la vida debajo del mar. También es un conocido lugar para surfear. Por recomendación de Fede seguimos el sendero pasando las playas hacia el Barranco. La caminata dura alrededor de 45 minutos y es recomendado ir con una botella de agua y usar zapatos cómodos para caminar (no es ideal ir con sandalias —peor descalzo— porque caminar sobre rocas volcánicas es doloroso).
Una vez en el mirador, la vista de todo el océano y sus olas rugiendo a mis pies y los Rabijuncos (o aves de paraíso) y Piqueros Patas Azules aprovechando las ventoleras, me dejaban atesorando la escena. Uno pierde la cuenta del tiempo ante escenas como aquellas.
Cerro Tijeretas y el Centro de Interpretación
El atardecer suele ser un espectáculo en San Cristóbal y verlo desde miradores como Cerro Tijeretas o La Soledad es una locura. Guíados por Fede pasamos el campus de la USFQ y Playa Mann, donde unos metros más adelante estaba la entrada para la caminata hacia el Cerro.
Hacia la derecha, está el Centro de Interpretación que vale la pena visitar para entender la historia de la isla y de los procesos biológicos fascinantes que suceden en ella. Tanto la vida natural de la fauna, flora y de los humanos está retratada aquí.
Pero la caminata continúa el sendero de madera hasta la cima. Dura alrededor de media hora; al subir estarás inmersa en una vegetación pura, árboles de matasarno y palo santo y pequeños pinzones revoloteando a tu lado. “Se llama Tijeretas porque aquí anidan dos especies de fragatas y como la cola del ave parece un par de tijeras, aquí se la conoce con ese nombre”, afirma Fede con entusiasmo mientras apunta a algunas fragatas que extienden sus alas y vuelan ante nosotros.
El atardecer va entrando en escena y el cielo pintado en tonos amarillentos y rojos va abrazando aquella tarde y abriendo paso al anochecer. Los momentos en esta isla son mágicos. Metros más abajo puedo divisar una pequeña encanada de agua, Bahía Darwin, donde arribó por primera vez el H.M.S Beagle. En la caminata de regreso, se puede regresar por el camino alterno para pasar por tres miradores más.
En San Cristobal, las noches son similares… aun cuando todo se sienta tan distinto. Escuchaba los ladridos de los lobos marinos, acompañados siempre por el estruendo del mar. Y ahí con los integrantes de Arkabuz frente a mí, el Fede y el Nico, deleitándonos con un par de sus canciones y sus interminables anécdotas, todas épicas, todas divertidas, de su vida en este lugar… disfrutaba de cada segundo, recordando que abría más los ojos, sin querer pestañear, para no perderme de nada, para verlo todo; agudizaba el oído para captar los sonidos, mi piel alerta al viento que la acariciaba. Mis sentidos, me daba cuenta esta noche, como cada noche, estaban más despiertos. Para no olvidarme nada, para sentirlo todo otra vez cuando acuda a mi memoria, para que en mi recuerdo siempre quede San Cristóbal y su magia.