Es el inicio de invierno en San Clemente. No obstante, el sol no ha dejado de brillar sobre Pukyu Pamba (colina del manantial). Los habitantes de la comunidad esperan con ahínco la llegada de la lluvia para sembrar y cosechar sus alimentos. Quinua, trigo y maíz se sirven con frecuencia sobre la mesa de la familia Guatemal, que desde hace poco menos de 20 años invitan a su hogar.
El sector de La Esperanza, en Ibarra, es de los escondites más cercanos para ascender a la cumbre del taita Imbabura. Para ingresar a la comunidad de San Clemente es necesario pasar este lugar, cuesta arriba. Un solitario camino está listo para disipar lo urbano, transformando el cemento en sembríos, el césped en pajonal.
Las estaciones de los escasos buses que transitan el lugar están decoradas y tienen nombres. A pesar de todo no parece un camino tan desierto; es, más bien, tranquilo. Al pasar una quebrada me espera un grupo de músicos con zampoña, rondadores y charango. A poca distancia está un hombre vestido de blanco. Es Manuel Guatemal, uno de los líderes de la comunidad. “Nos encontramos en territorio Karanki”, explica.
Esta etnia comprende el territorio al suroriente de Ibarra, en los altos páramos del Imbabura. Caminando en dirección a una acogedora construcción de madera, Manuel me explica que se trata de la casa de su familia. “La familia es como una planta, debe permanecer junta para crecer”, dice.
Cuenta que son pocos los momentos donde la familia no está completa y que al llegar yo también pasaré a ser uno de ellos.
Abre la puerta y un sinfín de decoraciones y colores se apoderan de mi vista. Es un pequeño (o grande) museo de reliquias familiares y de la comunidad. Una mujer sale de la cocina y me saluda con la misma amabilidad que Manuel. Ella es Laura, su esposa, y en esta tarde se encuentra preparando un delicioso ceviche de jícama acompañado de una sopa de cebada, pollo, aguacate y oca, una especie de papa que se vuelve dulce en su proceso de deshidratación, todo cultivado por las propias manos de quienes cocinan. Analizo la vestimenta de Laura y, como leyéndome la mente, Manuel me explica ciertos rasgos: —el bordado de su falda representa la tierra arada, las hualcas (collares) son de color amarillo y representan al maíz— la importancia de este grano radica en los 120 ‘subproductos’ que se pueden obtener de él.
El sol de mediodía no tiene nube tras cual esconderse. Nos refugiamos bajo otra estructura, esta vez un poco más amplia. En la entrada, vemos un pequeño exhibidor de alpargatas, último complemento de la vestimenta karanki, zapatos hechos de caucho reciclado y resistentes a las largas caminatas en la montaña.
En el interior del lugar hay una amalgama de objetos, todos ellos representativos de su cultura. Una escultura de cobre de Atahualpa contrasta con el mural de fondo, repleto de color. Ambos objetos son obra de Manuel: “lo que ves ahí al fondo son los tres mundos”. Para los Karanki, al igual que el resto de las comunidades andinas, el Hanan Pacha (mundo superior), el Kay Pacha (mundo terrenal) y el Uku Pacha (mundo inferior) son la representación de los lugares por donde transitan los seres universales.
Todo, en realidad, está lleno de significado. Los tejidos, por ejemplo, están compuestos por quingos (patrones) que representan distintas cosas según su distribución. La más común es la que tiene forma de zigzag, indicando que la vida, al igual que las situaciones que la componen, no son lineales. Manuel me dice que esto enseñó a sus hijos, que “una vez puedes estar en la cima y otras abajo, lo importante es volver a subir y aprender”. Hay además instrumentos, una colección de monedas, recortes de periódicos con información del proyecto sobre las paredes y algunas piezas de barro. Aquí también se comparten charlas y arte con los visitantes.
De vuelta en el sol se encuentra Rosa y una compañera, ambas bordadoras. Me cuentan que se dedican a esto desde niñas, solo que antes se enviaba su arte a lugares como Otavalo o Zuleta. Hoy, gracias a este proyecto comunitario fundado en el año 2000, no tienen que salir de su comunidad. Sus bordados forman parte del proyecto tanto como las 16 familias que comparten conocimiento, alojamiento y comida a quienes lo visitan, como el grupo de estudiantes universitarios que acaba de llegar. Son de Estados Unidos y se unen a las explicaciones de Manuel. Pasarán tres días con la familia.
Alejada de las posadas se encuentra un monumento de piedras en forma de espiral. “Este es el ciclo de la vida y de la muerte y nuestro recorrido a través de los 13 meses del calendario andino lunar.” A diferencia del calendario gregoriano, los karankis se manejan con este sistema. Manuel recoge su máscara de Aya Uma para explicar más sobre la distribución de los meses, los cuales se dividen básicamente en los ciclos de siembra y cosecha. Asimismo hace esta explicación a sus hijos y nietos, con quienes habla también de sueños, saberes y agricultura, pues para Manuel los karankis son los “más duros” agricultores.
En la comunidad hay incluso un lugar para hacer limpias. Se llama Uku Pacha, y no podría sino estar bajo tierra. El lugar es por supuesto oscuro, tiene nada más un banquito y unos implementos poco comunes que pertenecen al chamán del lugar y a los misterios que envuelven estos saberes. “En los rituales utilizamos todos los elementos, cada uno cumple una función,” explica. El fuego, por ejemplo, se utiliza para consumir lo malo y dejarlo transmutar, un concepto común en esta como en varias otras comunidades andinas.
Desde una habitación llamada Samay Chasqui (el descanso de los mensajeros) y con una incomparable vista de las montañas Golondrinas y Chiles, se va formando el atardecer. Detrás de estas elevaciones está Colombia, recordándonos la cercanía que existe con nuestro país vecino. Como mencionó Manuel desde el comienzo, los Karanki permanecen unidos como el yuyo solitario que, colorido, nos sorprende soplando con el viento… un punto aparte de este extenso pajonal de páramo.
Fotografías: Juan Fernando Ricaurte