Algunas de las obras llegan a los cuatro metros de largo. Son murales inmensos que reflejan un hogar que pocos podríamos soñar. “Mi selva linda”, la llama Ramón Piaguaje, “mi Amazonía eterna”. “Eterna”, explica, “porque quedará para siempre como la he pintado, aunque la vayan destruyendo, aunque quizás ya no quede más como la podré ver en mis pinturas”.
Esas, las obras terminadas, son eternas, pero las que no ha terminado aún, también lo son. Por otras razones, por supuesto: “porque a la Amazonía siempre se tiene algo más que añadirle.” Algunas de estas ‘eternidades’ irresolutas ya cuentan cuatro, cinco años desde que las empezó.
Amazonía Eterna es, en realidad, una pieza en particular que le valió un premio muy importante. Fue la gran obra representante de “Nuestro Mundo en el Año 2000”, una exhibición organizada por las Naciones Unidas para celebrar el milenio. La obra ganó el primer premio entre 22 000 obras participantes provenientes de nada menos que 51 países. “Gira hice por el mundo con esa pintura,” nos cuenta con su sonrisa imborrable. Aquel lienzo fue su alfombra mágica. Pudo conocer las grandes ciudades de Europa. Saludó a Kofi Annan, al Príncipe de Gales. Miles de personas, entre dignatarios, presidentes, artistas y diplomáticos, han podido pararse enfrente y ver sus más íntimos detalles.
Pintando en la selva
La historia de cómo aquella obra se paseó por el mundo nos remonta a la selva más lejana de nuestro país, en el seno del Parque Nacional Cuyabeno. Ramón Piaguaje es Siekopai, o “Secoya”, como antiguamente se conocía a su nacionalidad. Su español es rudimentario porque lo aprendió tardíamente. La mitad de su familia actualmente vive en lo que es Perú, porque cuando se dividió Ecuador a raíz de la guerra de 1941, el territorio Seikopae quedó, también, dividido. Su padre decidió reubicar a la familia en territorio ecuatoriano y luego de años de bregar con miembros de la nacionalidad Siona, se logró hallar un territorio franco en el parque nacional.
En la minúscula comunidad de San Pablo de Secoyas, hace más de medio siglo, el pequeño Ramón dibujaba, con una rama, escenas de la naturaleza que lo rodeaba —una tortuga, un gran árbol, un mono— en las playas de los ríos cercanos: escenas que de a poco volvían a la tierra con el tiempo. Amigos misioneros hallaron en él un gran talento y le regalaron sus primeros lápices de colores. Luego recibió óleos y cuenta que tuvo una sola clase en su vida: durante media hora con el reconocido acuarelista Oswaldo Muñoz Mariño. Este le enseñó lo que pudo enseñarle en tan breve espacio de tiempo sobre las mezclas de colores y pinturas. Por lo demás, ha sido un trabajo autodidacta de décadas.
“El detalle que refleja la Amazonía,” señala Ramón, “merece el detalle que le pongo a mis pinturas”. Ese detalle es, además, una búsqueda de plasmar lo que recuerda, pues su taller lo mantiene en Quito. Vuelve solo cuando necesita respirar el aire de su selva. Algo que ocurre cada cuanto porque, a fin de cuentas, Ramón siempre será un pez fuera del agua en cualquier ciudad.
Muchas de sus obras, de hecho, las crea a raíz del «detalle» y ese detalle está representado, muchas veces, por un animal. En varias ocasiones, se trata de todo un lienzo de varios metros de largo para darle “hogar” a un “monito”, a una sola garza, a una anaconda cruzando un río, a dos guacamayos peleando. Estos universos verdes, tan variopintos y coloridos, son el hogar de cada uno de sus protagonistas por separado. Y los protagonistas son y lucen como la más pequeña parte de esa naturaleza eterna que comparten con el mundo. Las implicaciones de este pensamiento son tan inmensas como las obras en sí, una premisa que trasciende las palabras, que refleja la importancia de su obra dentro de la sobrecogedora red de naturaleza que solo un lugar como la Amazonía puede revelar a la humanidad. Lo más pequeño pertenece a lo más inmenso, e inversamente, lo inmenso pertenece a tan solo un detalle.