Tierra labrada a mano

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Por: Lorena Fernández

Con las manitos llenas de capulíes que van devorando, tres niños pequeños corretean entre las piernas de sus madres. Ha llegado a la planta la primera cosecha del año de la asociación Yo Sí Puedo; cuatro enormes baldes rebozando de pequeños frutos negros, los capulíes, del género de las ciruelas y las cerezas. En el área de Canchagua, a corta distancia de Saquisilí, sus árboles abundan, y el fruto ha sido primordial en la dieta desde tiempos ancestrales.

Lentamente van disminuyendo capulíes de un balde y aumentando en otro. Esta es la etapa de selección, que, como todas las etapas de esta planta procesadora, se hace a mano y con una paciencia nunca antes vista fuera de Canchagua. Los trabajadores de turno revisan cada manojo y van poniendo en un tazón de plástico los que están “feos”. Aquí también depositan las pepas.

La asociación de 18 miembros se concretó el año pasado con el fin de producir vino y mermelada de capulí. Así es como empiezan muchos proyectos comunitarios en la provincia: con propuestas para aprovechar las ventajas agrícolas del sector. “De la mermelada no tuvimos tanta salida, pero del vino sí,” cuenta Anita Oña, ingeniera agroindustrial a cargo de los procesos técnicos de la asociación. Madurado durante un mes, el vino cuenta con tal acogida entre los residentes de Canchagua que cuando se acaba la fruta, la asociación compra uvas para no dejar de producir vino hasta que empiece, de nuevo, la temporada de capulí.

Con estos cuatro baldes arranca el proceso y la tarea por delante es crucial si la asociación ha de sobrevivir. Es necesario medir, por ejemplo, cuántos litros de vino salen de un balde de capulíes. Al entrar al aula donada donde opera la planta , podría pasar desapercibido lo que se produce, de no ser por pequeños rótulos escritos a mano que asignan espacios para fermentación y almacenamiento. Por lo pronto, cada miembro se ha comprometido a aportar un balde de capulíes. “Cada familia tiene al menos un arbolito en su propiedad,” explica Rosa Moposita mientras traslada puños de la fruta de un balde a otro. Si cada uno da un balde lleno, habrá mínimo un balde más para consumirlo en casa. “Yo tengo cien árboles,” cuenta Luis Oña  con un capulí en la boca. Sus árboles, recién sembrados, no darán fruto sino dentro de cinco años, pero las charlas del gobierno local para incentivar a la asociación lo inspiraron a hacer la inversión.

Desde los caminos serpenteantes que llegan a la comunidad de Canchagua, las praderas verdes parecen inacabables. Filas irrigadas de brócolis perfectos testifican la fertilidad de esta tierra, pero el brócoli que aquí se cosecha se va, en su mayoría, a las mesas de familias japonesas, por medio de contratos de compañías privadas. Mientras tanto, más de seis mil habitantes de la parroquia tienen como principal cultivo el maíz. Este año, dos heladas acabaron con los maizales, dejando a las comunidades en apuros.

Un camino empedrado serpentea hacia el norte por campo abierto desde Toacaso. Como tantas extensiones de este lado de la provincia, aquí empieza uno de esos paisajes indescriptibles de la sierra andina. Como una culebra negra, la carretera se pierde entre las montañas, baja a los valles, vuelve a subir por laderas y cuelga vertiginosamente de acantilados donde hay que poner atención de no caer al vacío.

No obstante, es difícil no distraer la mirada a los montes nítidamente trazados de terrenos verdes, amarillos y marrones: la gran colcha hecha a mano de Cotopaxi.

Llegar a Sigchos no es complicado, pero si uno quiere visitar la comunidad de Quinticusig, afamada por su producción de vino de mortiño, es necesario tener tiempo, paciencia y ganas de hablar con extraños. Cada semana entre seis y ocho cajas de este vino bajan de este cerro a las estanterías de Sigchos, Latacunga, o Quito. Durante el último mes de diciembre, las ventas llegaron a su punto más alto en la historia de la Asociación de Productores y Comercializadores Agropecuarios de Quinticusig: más de 240 botellas diarias.

Es difícil imaginar el alboroto de preparar 240 botellas al día dentro de esta casita oscura donde dos mujeres trabajan sin decir palabra.

En el silencio del páramo, la fermentación de los mortiños no es más que un susurro. “Vinieron de la escuela de ingenieros, y a uno se le ocurre, ‘¿tienen mortiños?’, y nosotros que sí. ‘¿Qué hacen con ellos?’… ‘nosotros cosechamos cuando es para la colada morada, de ahí el resto se queda en la mata’,” recuerda Marcia Angamarca, quien ha trabajado en la planta por más de un año. La idea de hacer el vino empezó hace siete años; en ese entonces los 21 miembros de la asociación no le daban una segunda mirada a un arbusto de mortiños.

Bautizado como la perla de los Andes por el chef y autor quiteño Carlos Gallardo de la Puente, esta baya de la familia de los arándanos está, recién ahora, ocupando un puesto en el mercado nacional. Por generaciones, el mortiño creció abundante y silvestre en los páramos del Ecuador, pero su provecho como alimento era limitado. Hoy, en Quinticusig, la pequeña baya es cosechada con ahínco. Cuando ya no queda nada en las matas del sector, cuenta Angamarca, los miembros de la asociación salen a otras áreas de la provincia a comprar la fruta. Incluso el mortiño que se cosecha en Latacunga regresa debidamente fermentado y embotellado en Quinticusig.

El éxito carga una historia dramática, digna de abrirse una botella.

En los momentos más difíciles, se pedía que los socios colaboren con un huevo de gallina cada uno para venderlo y con ese dinero ir desarrollando el negocio.

“Un día hasta le fui regañando a mi hija chiquita, no teníamos qué comer, ¡y yo que me doy cuenta que la guagua ha freído el huevo!,” cuenta Angamarca: “así venimos luchando. Ojalá con el tiempo nuestros hijos agradezcan y sean el futuro de la planta,”  dice.

Pero bajo las condiciones físicas del lugar, hay un máximo de producción posible, y para que este emprendimiento llegue al siguiente nivel, es probable que se necesite una fuerte inversión.

A simple vista, los montes verdes atravesados de senderos parecen desolados, pero si uno se da el tiempo de recorrer el cantón de Sigchos con la misma apacibilidad de su gente, los signos de un arduo frenesí de trabajo van apareciendo. En julio, las lomas de alrededor de Chugchilán se ponen lilas con la flor de la planta del chocho. Este cultivo es la mayor fuente de ingresos de miles de familias en el sector, pero hoy, más que nunca, es un buen negocio. “Desde que yo recuerdo, los chochos eran nuestro sustento económico… y lo sigue siendo,” relata Olga Chiguano. Aunque la gente del área de Chugchilán también cultiva maíz, papa, fréjol, zapallo y muchas otras siembras, el chocho tiene un mejor precio de venta. En el 2010, los miembros de la Cooperativa de Producción Agrícola Granos Andinos San Miguel de Chugchilán (COPGRANACH) vendían quintales de chochos secos a intermediarios, a precios de entre $20-30. En ese entonces, COPGRANACH ya tenía dos años como asociación, pero un cambio radical en la manera de vender su producto ha logrado subir el precio de sus ventas hasta $80 por quintal.

Chiguano cuenta de la llegada de la ONG Maquita Ñucanchic en 2010, la que propuso, a la asociación, procesar los chochos secos y venderlos listos para el consumo. En un esfuerzo conjunto del gobierno local, Maquita, la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo, la ONG internacional Manos Unidas y los miembros de la asociación, construyeron la fábrica.

El acero inoxidable de las piscinas donde se remojan los chochos reluce dentro de las instalaciones. Los estándares de calidad son evidentes, pues desde el proceso de “selección de materia prima”, como llaman los chochos secos que vienen de los campos, hasta el último paso de empaquetar y refrigerar el producto —y todos los pasos intermedios— han sido llevados a tal punto de industralización que Chiguano puede dictaminar con certeza que de cada 50 quintales que compran de sus socios, 32  saldrán con calidad de primera, 12 con calidad de segunda, y un quintal y medio será rechazado.

COPGRANACH cuenta actualmente con 40 miembros activos y 265 socios productores. Por el momento, la planta se limita a vender a empresas productoras de alimentos como Olé. Sin embargo, ya cuentan con el debido registro sanitario y una vez listos los empaques, podrán entrar al mercado directamente.  El chocho es uno de esos productos andinos que ha llegado al estrellato de los alimentos. Su valor nutricional lo ha elevado a la categoría de ‘super food’, según los nutricionistas y gurús de la comida saludable del mundo. Pero, sea como le digan, en los campos de Chugchilán ya mismo es tiempo de siembra, y como dice la gente por aquí, este chocho es de bolsillo.

Panela de competencia 

Mariuxi Silva lleva 19 años haciendo panela. Antes, el trapiche usado para extraer el jugo de la caña funcionaba con la fuerza de caballos.

“Si uno se descuidaba, lo primero que hacía el caballo era ir corriendo al recipiente para tomarse el jugo,” recuerda ella.

Claro, otros eran esos días, y otros los estándares con los que se producía la panela, producto estrella de la parroquia de Palo Quemado. En la punta norte de la provincia de Cotopaxi, Palo Quemado se asemaja más en su clima y geografía a la provincia de Santo Domingo de los Tsáchilas que a los panoramas andinos de Cotopaxi. De hecho, para llegar a Palo Quemado es más fácil tomar la vía a la costa desde Aloag y girar a la izquierda (al sur) a la altura de Tandapi. Lo domina un aire dulce que llega a marear. De aquí se destinan, todos los meses, 600 quintales de panela a Europa. La Asociación Flor de Caña, apoyada por la ONG Maquita Ñucanchic, cuenta con cuatro certificaciones internacionales, incluyendo Fair Trade, un producto de exportación de primera clase. En el mundo, la panela es reconocida como un alimento de mayor valor nutricional que el azúcar, con vitaminas, minerales y proteínas.

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