En un silencio profundo, con 135 metros de altura y 37 plantas, el Edificio “La Previsora” (el rascacielos más alto de Ecuador) refleja el amanecer como un enorme bloque de obsidiana. Se cierne por encima del anchuroso Río Guayas – la cuenca hídrica más importante del Océano Pacífico –, sobre árboles frondosos y coloridos jardines que embellecen al orgulloso Malecón 2000 – el paseo más extenso (y hermoso) de Ecuador – uno de esos proyectos urbanos que cambian la forma en que la población más numerosa del país vive su ciudad.
Es otra mañana costera, nublosa, que despierta lentamente como se desliza su río, abriéndose camino hacia el poderoso Océano Pacífico. Es también el Año Nuevo, lo que significa que las garzas nocturnas están anidando.
Localmente conocida como el ‘patocuervo’, la Garza Nocturna Cangrejera impresiona cuando uno la equivoca por una paloma gigante. Las campanas de la torre del reloj marcan las 6:00 y estas aves, aún bien despiertas antes de caer en su modorra diurna habitual, despegan y aterrizan incesantemente sobre los ficus verde esmeralda que han colonizado a lo largo del malecón.
El día comienza en la frescura añil de la madrugada
Pocas ciudades presumen de aves tan grandes cerca de sus cimientos y su asfalto. Pero se entiende su presencia, ya que, como todo buen guayaquileño, son apasionadas por el cangrejo. Algunas cruzan la ría hacia las verdes orillas de la Isla Santay para exhumar, de una lodosa marisma, un último bocado antes de volver prestos a sus nidos, en pleno centro de la ciudad.
Los árboles de mango también son exageradamente fértiles, sus suculentas frutas empiezan cadenciosas sobre el cemento. Eso quiere decir que pronto vendrán los loros, armando su escándalo cotidiano. Especialmente el Perico Rojienmascarado, un ave endémica, que un triste día en la década de los 80, desapareció del cielo vespertino, sólo para volver, de la nada, hace unos cinco años, a este rincón de la ciudad, donde todo guayaquileño se siente en casa.
Los autos alineándose ante un semáforo de la Avenida Malecón Simón Bolívar, calle que en cualquier otra ciudad del país sería la más ancha, pero que aquí es tan sólo de cuatro carriles
Todo está a punto de multiplicarse infinitamente. Como langostas en invierno, llegarán los peatones, los más bulliciosos del país; se abrirán los quioscos de La Bahía, el mercado negro más alborotado del país; llegarán las propias langostas, atraídas por las lluvias tropicales.
Los primeros pescadores navegan solitarios con la corriente, buscando aprovechar los últimos días de la temporada de cangrejo (aunque corre el rumor que la ‘fecha de veda’ se pospondrá hasta marzo). Es el Año Nuevo, y a medida que las canoas penetran los arroyos silenciosos del gran estero, en medio de manglares susurrantes, es difícil creer que de hecho nos encontramos en la ciudad más grande y bullanguera del Ecuador.
Monumento a Guayaquile da la bienvenida a la ciudad
El corazón abierto del cacique Guayaquile
En catorce años, la ciudad de ‘Santiago’ – fundada en 1534 por Diego de Almagro –tuvo cerca de una decena de apelativos distintos (Santiago de Quito, de Chilintomo, del Estero de Dimas, de Chaday, de Amay, de la Culata, de la Nueva Castilla…), cambiando de lugar en el mapa desde la antigua Cicalpa, cerca de Riobamba, hasta sus varias re-ubicaciones a lo largo del río Babahoyo. Se documenta que fueron los caciques “Guayaquile de los de La Culata” y “Uguay de los pacíficos Huancavilcas” de los pocos amigos declarados de los españoles en la región, pues los otros vecinos se dedicaron a destruir cualquier villorrio que se hubiera procurado levantar. El vínculo con Guayaquile se da, aparentemente, a partir del segundo asentamiento, cuando éste ofrece no sólo el territorio, sino también su gente y materiales, para ayudar a reubicar a los desalojados. El asedio nativo forzó, sin embargo, a los santiagueños a mudarse varias veces más antes de asentarse en el Cerro Santa Ana y oficializar su nombre y ubicación definitiva, luego de catorce años de incertidumbre, en 1547. Finalmente, el nombre que quedó para la posteridad no fue geográfico sino, más bien, el tributo a la generosidad de un hombre ejemplar.