Fuera de las necesidades tanto turísticas como médicas que satisface el ‘shamán’ amazónico, existe en él una lección intrínseca. No se puede entender al pueblo amazónico sin ahondar en su figura. Su servicio a la civilización radica en una habilidad tanto innata como aprendida de canalizar energías planetarias y traer el aliento del alma sagrada y creadora de la naturaleza al seno mismo de la comunidad.
A simple vista, el shamán puede parecer demasiado anacrónico como para tomarlo en serio. El interés del turista está enfocado, sin duda, en su imagen. Cuantas más plumas en la cabeza y collares con dientes de víbora alrededor del cuello, mejor. Y si bien existen dudas sobre el alcance de la medicina alópata de Occidente, personas de rincones muy lejanos también vienen para tratarse con shamanes. Ello está arraigado, igualmente, en una imagen simplificada de lo que representa, para las culturas amazónicas, este miembro-eje de la sociedad ancestral.
Enredadera de ayahuasca (Banisteriopsis caapi).
Hierbas oraculares
La ayahuasca y el tabaco (la hoja, no el cigarrillo) son catalizadores del trance y le permiten traducir su conocimiento nómada para así hallar las plantas idóneas que curan dolencias tanto físicas como espirituales.
La mujer transparente
“Dormía con ella cada noche,” nos cuenta Jorge Chimbo, un joven shamán del Puyo. Esta quimera selvática—“ella”—era un ente transparente. La sintió durante no se sabe bien si meses o años, cuando se estaba preparando para ser shamán y, en ese tiempo, ella le dio un hijo. Un hijo transparente.
Pero como era hijo de un shamán en ciernes, seguía los pasos de su padre y se fue un buen día hacia la selva. No volvió. Luego, la mujer transparente también desapareció. La mañana de su partida, Jorge despertó al lado de una piedra. “Ella” —la desaparecida, la selva en forma de mujer—“es esta piedra,” dice Jorge, mostrándola entre el pulgar y el índice. La carga consigo siempre.
El desarrollo del shamán empieza de joven. Según Jorge, empezar joven es la única forma “de hacer el bien”, proceso que se consuma el momento en que es capaz de convertirse en un animal.
Mitad selva, mitad hombre, su naturaleza híbrida entrevé una mutación que no sólo es un viaje individual, sino un desarrollo histórico. Todas las respuestas que buscó jamás el ser humano antiguo perviven en el seno de aquella selva insondable. Sólo convirtiéndose en naturaleza, puede el humano entender los secretos de la vida. El shamán consumó, en su lejana estirpe, aquella búsqueda.
Él es la única posibilidad de incursionar en la gran cueva de lo desconocido. Su capacidad de trascender el cuerpo y hallar el alma—la respiración—compartida de todo lo que vive, es un hito, el punto espiritual que une lo visible con lo invisible, la conciencia con la inconciencia, el interior con el exterior, la selva con el mundo.
Entre dos mundos
El shamán viene del mundo consciente y vuelve del inconsciente. Es perfectamente libre. Deambula por la selva, se vuelve animal y regresa humano, un puente entre lo palpable y lo insondable.
La palabra ‘shamán’, introducida a estos pueblos por los españoles, de por sí no representa la figura del iro (wao), uwishin (shuar), wishint (achuar) o yachag (para otras nacionalidades), entre tantos otros apelativos. La utilización pan-indígena de esta palabra es en realidad una traducción. Como toda traducción, sirve para entendernos, pero es engañosa…