Por: Ilan Greenfield
Fotos: Jorge Vinueza
Ya viejo, contando ochenta años de vida, el barón Alexander von Humboldt realizaba caminatas vespertinas en los alrededores del palacio real de Potsdam, en lo que aún no era Alemania, sino Prusia.
Había ahí una colina en particular, una que subía con regularidad para disfrutar de una vista panorámica. La llamaba afectuosamente su “Chimborazo”. Era lo poco que le quedaba de un recuerdo que, por más pequeño que se volviera, no se extinguía todavía…
El Chimborazo que trajo Humboldt de los paralelos equinocciales como el chisme más importante de su carrera, no dejó de ser ese sueño hecho realidad, y devuelto a un sueño: un lugar que quedó en la remota distancia de sus treinta años cuando despertó, de vuelta en casa, prohibido para siempre de volver.
“La tierra que experimentó en tan solo meses era mágica. Podía, en apenas kilómetros, crear el más intenso calor al nivel del mar y el más intenso frío en la cima de un volcán”.
Humboldt jamás pudo revivir la experiencia de los trópicos. Aunque era lo que más hubiera querido. Lo rememoró en cada una de sus obras, pues su gira por “Cundinamarca, Quito y Perú” le sirvió de inspiración para más de treinta volúmenes de prosa desenfrenada, libros que, si bien chuparon toda su fortuna, cautivaron a generaciones de estudiosos, poetas, científicos, políticos y artistas.
Quizás por ello azuzaba las chimeneas de su dormitorio para recrear los calores de la zona tórrida, con un loro que aprendió a mofarse de los sirvientes y palabras en español y kichwa que se inmiscuían en sus extensas explicaciones sobre cómo funcionaba el planeta.
La tierra que experimentó en tan solo meses era mágica. Podía, en apenas kilómetros, crear el más intenso calor al nivel del mar y el más intenso frío en la cima de un volcán. Esa tierra era tan prodigiosa que “hacía” nieve aun cuando el sol lo golpeaba con la misma vehemencia todo el año.
Sus bosques explotaban en especies, cada planta, cada insecto, cada animal era digno de registro. Era un lugar ideal para su ciencia, para su arte, para su inspiración y asombro. En sus propias palabras, “el lugar del planeta donde la naturaleza, en la más mínima extensión, hace nacer la más grande variedad de impresiones”.
“Su maravilla no estaba en el gran misterio que la Naturaleza le producía. Estaba en la posibilidad misma de poder entenderla”.
En algún momento, llamó a esta travesía “una vida en naturaleza salvaje” y dentro de esa cápsula de vida, Quito fue una de sus escalas más importantes. Aparte de la experiencia de subirse a los volcanes, quedó absorto con las especies que, con su agudo y sabio compañero de viaje Aimé Bonpland, iba identificando, cada una de ellas hilvanándose en las fibras mismas de su sensibilidad: la caña guadúa, la chuquiragua y la cinchona; “la forma a veces casi animal de las orquídeas”.
Del cóndor, estaba dispuesto a desmentir cualquier falacia que hubieran proferido de tan asombrosa criatura, tan a fondo había llegado a conocer a su “fiel compañero de los Andes”.
De los peculiares guácharos de las cuevas, aprendió cómo los indios los cazaban para extraerles aceite, describiéndolos como una especie de género único (clasificación científica que hasta el día de hoy se respeta).
Del oso andino, confirmó un carácter dócil cuando el resto de osos del mundo siempre fueron feroces y del jaguar, le confirió la fuerza para arrastrar ganado por la selva y forzar a monos a vivir en los árboles durante meses.
No eran simples registros… había historias para cada hallazgo; eran, como el propio título de su libro, “cuadros de la naturaleza”, viñetas que marcaron su vida, con polillas, con escarabajos, con mariposas, peces, anguilas… con criaturas fluorescentes en el medio del océano…
“Quizás lo recordamos hoy por su sabiduría y por sus hazañas, pero en él quedó siempre el carácter salvaje de una naturaleza sin domar”.
Fue en nuestro país donde vio ruinas precolombinas por primera vez, balsas de antiguo uso fabricadas por los indios de la costa y puentes artesanales de soga que “subsistían hasta 25 años frente a torrenciales ríos”.
Su interés en la economía de los nativos, en sus sociedades, culturas y su relación con el medioambiente, sus leyendas de montañas, sus conjeturas sobre terremotos, sobre animales, sobre plantas medicinales, su forma de ser y sus costumbres, eran todos reflejo de esa Naturaleza (con mayúscula). Sus ojos nunca dejaron de estudiarla. Su maravilla no estaba en el gran misterio que ella producía. Estaba en la posibilidad misma de poder entenderla.
Grandes amigos marcaron la travesía: el prócer quiteño Carlos Montúfar, los “indios” Felipe Aldás y el cacique Sepla de Oro, colaboradores de su viaje que le merecieron su mayor respeto…
Pero quizás más que nadie estaba Aimé Bonpland: su mano derecha, testigo inédito de esta pequeña vuelta al mundo que marcó la historia del pensamiento occidental, quien secretamente amparó las ideas de Humboldt y fomentó su curiosidad en cada escala, desde Tenerife a Venezuela, desde el Orinoco a Cartagena, desde los altos Andes de Quito hasta el Callao, pasando por Loja y volviendo a Guayaquil, siguiendo a México, a Cuba, a Estados Unidos…
El viaje con Bonpland le abrió el mundo a Humboldt, y Humboldt le abrió el mundo al mundo, un anhelo desde su temprana infancia —“conquistar el mundo con la mente” es como a los cinco años se lo dijo al rey de Prusia— y por más fama que obtuvo al volver, nada de ello podía compararse con el profundo sentimiento de nostalgia que le quedó.
Nuestros Andes, nuestras selvas, nuestra gente, nuestras costumbres, nuestra realidad irónica entre música triste y cráteres humeantes. Quizás lo recordamos hoy por su sabiduría y por sus hazañas, pero en él quedó siempre el carácter salvaje de una naturaleza sin domar.