Dicen que los Saraguros visten de negro por guardarle luto a Atahualpa. Desde cierta perspectiva, es una relación no solo inmediata, sino irremediable. ¿Y si les contara que, en realidad, la lana negra es la que más abriga? El luto en las creencias ancestrales no existe bajo los mismos preceptos modernos, porque morir siempre marca inicio. En Saraguro, la muerte es motivo de celebración y de agradecimiento.
Loja es un encanto escondido para quienes llegamos desde el norte y Saraguro, su puerta de entrada. No podemos comprender este pueblo singular sin tomar en cuenta la relación que le adhiere esta cultura a los runas, “los hombres” y la pacha, “la tierra”. Desde la construcción de una casa y el deshierbe de los cultivos hasta la forma de vestirse, todo conlleva un ritual y un significado. Son estos valores los que hoy por hoy se retoman en todo el cantón.

Es el 21 de septiembre, doce del mediodía en la plaza central y se celebra el Kulla Raymi, la primera fiesta del año agrícola, momento de escoger las semillas para la nueva siembra que busca honrar los inicios y la fuerza femenina del cosmos. De las 140 comunidades que conforman Saraguro, apenas cinco toman parte en la celebración anual de sus cuatro Raymis; el resto aún mantiene las celebraciones católicas.
La plaza se viste de flores y el aire huele a incienso, a agua florida. Las preguntas no paran de invadir la mente de esta laichu (mestiza) mientras quedo en trance frente a los marcantaitas, los “líderes” de la comunidad, que danzan con la gente en círculo alrededor de una chacana (la forma representativa de la cruz andina) al ritmo de un acordeón y un tambor tocados por un anciano y por un niño, ambos con anchas trenzas coronando sus cabezas, la una blanca y la otra negra. Los cantos se potencian con el viento y, de cuando en cuando, un grito de “juayayay” me toma por sorpresa, sentada en el barandal de las gradas.
Se trata de un nudo transversal en la vida cotidiana del pueblo: la revitalización de su herencia. Históricamente despojados de sus creencias, desde la década de los 80 los saraguros empezaron a recuperarlas, resucitando sus fiestas e incorporando la enseñanza bilingüe kichwa en los colegios. Todo esto conforma un “nuevo momento de transición”, o pachakutik, según nos cuenta Darwin Japón Quizhpe, gestor cultural especialista en turismo comunitario. Es el regreso de los pueblos originarios a la armonía-fuente, la respuesta al vacío espiritual del mundo moderno. Pero el camino es largo. “Primero debemos sentirlo nosotros para luego compartir”, dice Darwin.
El corazón de Saraguro
La fachada de la Iglesia parece estar hecha de arena. Por dentro guarda celosamente su piso de baldosa y cemento colorado, su techo de romerillo. Frente a ella el parque lleno de flores invita a sentarse en sus bancas y escalinatas a recibir el sol.
Alrededor se pueden visitar varios restaurantes y locales de artesanías; las chakiras son imperdibles. Les proponemos caminar por las calles sin apuro y dejarse encontrar por lugares inesperados como Kullayni, ubicado en la calle 10 de marzo, donde se venden instrumentos musicales hechos a mano.
Los pueblos de Saraguro
Los talleres de Miguel Ángel Lozano, Manuel Guamán y Julio Guamán son el lugar perfecto para comprender que, así como la comida, la ropa y los utensilios que usamos vienen de algún lugar y cargan su historia. Cerámica Lozano, ubicado en la comunidad cercana de Gunudel (a diez minutos del centro de Saraguro) y Cerámica Guamán, en la comunidad de Ñamarín (ubicada al noreste del pueblo) son lugares donde puedes ver cómo se realizan diversas piezas de cerámica. El “Con Quien Viniste” es un recipiente de barro con una taza incorporada que mantiene las bebidas calientes hasta por dos horas. Si alguien visita a una persona para pedirle un favor, lo hará con uno de estos en la mano, lleno de chicha caliente. Si la persona acepta “el valorcito”, es decir, bebe del recipiente, está aceptando hacer el favor que se le solicita.
Con Julio Guamán y sus telares, en su taller Awana Kuchu, aprendemos cómo la lana se transforma en hilo y luego en bellas prendas que, además de mantener la temperatura corporal regulada, son un despliegue de color y diseño. Ver la agilidad con la que trabaja Julio, cómo cruza y teje los hilos, nos hace conscientes de nuestra propia torpeza.
Sara Lozano, administradora del Centro Turístico Inti Wasi y guía turística de Runa Extreme, nos acompaña a descubrir los secretos ocultos detrás de todas estas prácticas. Ella explica la importancia que tienen el baile y la música para los saraguro en sus actividades diarias y cómo ellas son muestra del sincretismo que viven en la localidad. Sara es miembro del grupo de danza Inti Huambrakuna, quienes bailan al ritmo de violín y tambor, instrumentos esenciales en la música local.

La comunidad de Gera está llena de casas de un solo piso, construidas con adobe y tapial, de cultivos sembrados y cosechados, según los ciclos naturales andinos, y de gente que mantiene una fuerte relación con sus animales. Están convencidos, éstos comprenden el kichwa. Nunca falta quien esté dispuesto a compartir un buen “guajango” hecho en casa. Doña Mercedes Medina sentada en su cocina, en la que cuelgan mazorcas de incontables tipos de maíz, revela el método de extracción de este licor del penco o “méxico”. El resultado es una bebida dulce cuyas burbujas matizan el tono fuerte que se siente al final. Según Mercedes, el guajango es mejor para la sed y para el disfrute que cualquier gaseosa.
Desde Gera vale la pena subir al Mirador del Cóndor, desde el cual se divisan montañas parchadas de verde y amarillo, con sembríos y casas. Pero además, se puede vislumbrar un pucará al que se accede luego de una caminata de media hora, donde cuentan que hay vestigios arqueológicos.
Illamarín, otra de las comunidades, ofrece un lugar en el que puedes medirte con tus miedos cara a cara: José Cartuche dirige lo que llama “El Vuelo del Gavilán”, un columpio extremo de 9 metros de caída libre. El consecuente balanceo permite poner los pies en Saraguro, literalmente. Lanzarse en este columpio ubicado en el Hisikaka Machay, la “montaña sonriente”, conlleva un nivel de adrenalina que seguro son como los que uno siente al nacer. Adicionalmente, el sitio ofrece hospedaje donde el wi-fi se reemplaza por el crepitar de la chimenea y las rutas de turismo te llevan a talleres artesanales, comida tradicional y recorridos por uno de los tramos del Kapac Ñan.
No lejos de Illamarín, llegamos al Baño del Inka, una cascada de agua cristalina que parece plata líquida, donde las comunidades se bañan ritualmente como parte de los distintos Raymis. Levantada entre eucaliptos, sacha romero y chilca, está la cueva que completa el paisaje, donde dicen que se aparecen las huacas o espíritus. También dicen que se asoma el Wiki, el personaje más popular de las navidades, encargado de animar las fiestas. Lo que cada quien ve aquí depende de la materia con la cual está hecho su espíritu.
Para los que no somos Saraguro hay algo que debe quedar muy claro: jamás lo seremos. Pero acercarnos a esta herencia, de la que nosotros los laichu somos parte, es un camino para reconocernos, para comprender que en nuestro cotidiano estamos olvidando la conexión con lo que nos rodea y el compartir honesto con los demás. Convivir en Saraguro es darle la oportunidad a nuestro espíritu de renacer, es recrear nuestra burbuja con tejidos antiguos que saben cómo no romperse.
Fotografía: Jorge Vinueza