Visitar Pastaza es sincronizar con la naturaleza. El calor húmedo, los animales exóticos dominando murales y paisajes, las distintas culturas que comparten su cotidiano con quienes los visitan, los atardeceres naranjas reflejados sobre cascadas y árboles gigantes… y claro, sus caminos inolvidables: de tierra, de lodo, de aventura.
Una de estas aventuras está a apenas a 45 minutos del Puyo. Desde la ciudad, en dirección norte-sur, se toma el camino hacia Tarqui. En este lugar hay un desvío, desde el cual hay que seguir recto para recorrer un camino poco transitado, pero muy rico en identidad.
En este camino, se pueden encontrar centros artesanales y turísticos, como Putuimi, Rayu-Utku, La Encañada, Amazanga y Campo Alegre. Todos ellos cuentan con diversas actividades ancestrales, como limpias con chamanes, danzas tradicionales y disparo de cerbatana. En otros se puede aprender sobre los usos de las plantas medicinales o la belleza de la artesanía de esta zona: collares de mullos, mocawas con diseños geométricos, pulseras de huairuros, llaveros.
Al final del camino, se encuentra el Centro de Turismo Comunitario Iwia (ubicado aproximadamente en el kilómetro 20, existe un rótulo a mano derecha). A partir de aquí son diez minutos atravesando caminos de lodo, con el olor a tierra mojada entrando por las ventanas.
Recomendamos andar estos caminos sin prisa: se pueden admirar flores, entre ellas orquídeas, blancas, amarillas, grandes y diminutas entre la vegetación que crece a ambos lados de la carretera. Se parquea el auto al final del camino (es seguro y fácil de acceder) y empieza el último tramo antes de llegar al centro turístico. Se trata de un cruce bamboleante sobre el río en una tarabita, con poleas y cuerdas.
Luego, hay que caminar por un sendero señalizado durante tres o cuatro minutos y llegamos: tres cabañas hechas de chonta y paja para hospedaje, una cuarta más pequeña, que es el baño y una quinta más grande, donde está la cocina y la mesa común.
Aquí sentado está Bosco Warusha, uno de los 18 hijos de Carlos, el fundador de Iwia. Hoy la comunidad quichua-shuar está conformada por 6 familias, quienes dedican 45 de sus 260 hectáreas a la ganadería y al cultivo de productos locales (como papa china, verde y yuca).
En Iwia se entremezclan tradiciones antiguas con actividades modernas, esa es la promesa para quienes visitan este lugar, como Sofía y Oliver, periodistas franceses, que encontraron el centro a través de su página web. Lucen sonrientes mientras cuentan que todos los días se bañan en el río Putuimi.
En la cocina, Nina y Sacha, hija y nieta de Bosco, preparan el almuerzo: verduras con palmito y pescado. Es carachama, el cual se pesca utilizando raíces de barbusco, “porque así se le ‘chuma’ (emborracha) al pez” cuenta Bosco.
En Iwia también se abre la puerta para explorar la selva y sus bosques primarios: el centro ofrece excursiones selva adentro, de entre dos y seis días. Santiago, yerno de Bosco, relata que para dormir selva dentro, se colocan hojas en el piso: no duele el cuerpo y tampoco da frío.
El lugar es perfecto para descansar una mañana o varios días, explorando un cotidiano distinto al que estamos acostumbrados. Iwia no se trata de folclore y montaje, se trata de explorar lo que queda del legado que quieren compartir.
En estas tierras, los mitos se entretejen con la realidad. El nombre de este centro turístico proviene de un monstruo, mitad humano y mitad animal, una criatura nefasta cuyo único objetivo en la vida era devorar a todo ser con el que se cruzaba. El Iwia aún vive en lo más profundo de la selva, según creen los habitantes locales, esperando su siguiente víctima.