El Rodeo Montubio es una de las fiestas folclóricas más arraigadas en la gente del campo del litoral ecuatoriano y podría decirse que es la máxima expresión de su cultura. Se celebra cada año durante el mes de octubre, reuniendo a miles de personas.
El maestro de ceremonias transforma su voz grave y protocolaria a una risotada: “¡p-pobre del jinete…!”, dice adosando el micrófono a los labios: “¡cuidado que se va de jeta!” Vestido con camisa a cuadros, jeans, un grueso cinturón con una vistosa hebilla dorada y su sombrero de ala ancha, podría ser uno más de los concursantes. “¡Ay!” grita cuando el caballo lanza de su lomo a un joven de veinte años, que cae sobre el gramado y rueda varios metros más adelante. El público vitorea. Levanta los brazos con la jarra de cerveza. El muchacho se levanta limpiándose el hombro… y con una gran sonrisa, señal inequívoca para avisar a todos que pueden seguir celebrando, no se ha hecho daño.
Aquí es donde uno se entera quién es quién. Nobleza, carácter, valentía, talento… y música y una gran fiesta en el corazón del llano, para azuzar el mes de octubre en las provincias de Guayas y Los Ríos. Es el rodeo montubio, una costumbre campesina que se ha dado, desde hace siglos, en toda la región.
Los rodeos siempre fueron actividades ineludibles de la vida en la hacienda. A principios del siglo pasado, se organizaban íntimamente, solo para vista y deleite del hacendado y su círculo familiar. Eran la oportunidad en que los campesinos hacían gala de sus destrezas con el lazo y dominio de los animales, estableciendo jerarquías entre los fieles mayorales y empleados ganaderos.
Con los siglos a cuestas, sin embargo, los rodeos se fueron democratizado, pasando a ser una gran manifestación popular. Espectáculos masivos cuentan con una preparación intensa, que puede durar hasta tres meses y que involucra a muchas partes, incluyendo grandes marcas de cerveza nacional.
Llegado octubre, se levanta el “coso”: una plaza de toros — antes improvisada con cañas y tablones — hoy escenarios de cemento o estructuras desmontables que ofrecen mayor seguridad a los miles de aficionados que asisten. Descalzos llegan los orgullosos participantes de toda la comarca, con sus pantalones vaqueros, espuelas y el emblemático lazo, camisas vistosas que representan su hacienda y un buen sombrero que proteja del sol. Demuestran sus habilidades, temple y fuerza junto a las hermosas reinas criollas, que también hacen gala de su talento como jinetes. Desfiles de trote y galope, presentaciones de cantantes populares, payasos que esquivan la embestida de becerros en un sube-y-baja y demás entreactos acompañan los eventos de competencia.
La monta del toro es el premio gordo, el más respetado: el jinete se sostiene del animal con una sola mano hasta que éste lo mande volando. Otra disciplina popular es el caracoleo sobre los caballos “chúcaros” no domesticados, que también corcovean para deshacerse del jinete, este sí, agarrándose a dos manos. En la suerte del lazo, equipos de al menos cinco participantes forman un embudo humano para conducir a un caballo por entre ellos hacia el lugar donde otro vaquero lo debe enlazar (de espaldas, de pie o acostado)… hay quienes lo hacen, incluso, con los ojos vendado, como Luis Ricardo Real. “Ser montubio lo llevo en la sangre… con eso he de morir”, nos explica, este enlazador ejemplar, uno de los grandes ganadores del año, que insiste nunca haber fallado una enlazada con la venda en los ojos. “Como Messi”, se compara con toda seriedad.
La tarde se precipita sobre los alrededores del coso y la música toma la posta. Los nuevos clásicos del merengue, como Caballito de palo del puertorriqueño Joseph Fonseca, parecen ya himnos (es difícil, de hecho, imaginar a estos rodeos antes de que existiera la canción), y como sobre las monturas, el montubio demuestra también su habilidad en el baile y la seducción. Hospitalario, carismático, siempre de la mano de un vasito de aguardiente para quien visita… el rodeo habrá terminado, pero la fiesta se va de largo.

BOX
“A ese, aplástale,” azuza, entre risas, el maestro de ceremonias a la elegante mayorala de la Hacienda Dayana, que no cuenta más de quince años. Galopa con su caballo por encima de una rueda de vaqueros echados boca abajo sobre el césped. Sin toparles, pero pasando muy cerca, uno trata de no pensar en lo que pudiera suceder si la bestia equivoca un paso. La calidad de esta bella trigueña vuelca al jurado a su favor, que unánime la designa Reina del Rodeo de Pimocha.