Al hombre que cabalga largamente por tierras selváticas le acomete el deseo de una ciudad, dice Ítalo Calvino en Ciudades invisibles. En cambio, para caminar por Riobamba no hay que olvidar la presencia de sus montañas: Chimborazo, Carihuairazo, Altar, Quilimas, Cubillín y Tungurahua, de la cercana provincia, envuelto en fuma- rolas. Es como si esta ciudad, de arquitectura republicana, tuviera necesidad de lo rural, que está presente en sus amplias calles. Y también, de la presencia del viento del paramo que se filtra por las hendiduras de las casas.
Franklin Cepeda Astudillo, historiador riobambeño, da la clave: la urbe es una ciudad tradicional con pretensiones de modernidad. Eso se siente al iniciar el recorrido por la avenida Daniel León Borja, el vestíbulo que recibe a sus visitantes. Se debe entender a Riobamba como destruida por completo por un terremoto en 1797, y reasentada dos años después en medio de pugnas, sobre antiguas haciendas; una ciudad relativamente nueva y en constante cambio. En esta calle está el Parque Guayaquil, (asentado sobre la antigua Quinta Concepción) con sus espacios verdes y su laguna, juegos para niños, su “vaca cebra” (obra del famoso artista ecuatoriano Gonzalo Endara Crow) y un moderno segmento temático llamado Tahuantinmío, que se basa en los “cuatro mundos” del Ecuador. El Estadio Olímpico, el primero en esta categoría en el país, se asoma por sobre las construcciones bajas. Algunos de sus muros de piedra son los originales de aquel construido para las Olimpiadas de 1926, momento en el que por primera vez una multitud de más de 10.000 personas se recogía en un solo lugar en Ecuador, ¡algo impensado para la época!
La León Borja despliega un ecléctico escenario de restaurantes y bares, y ha sido predilección de jóvenes que se pasean en sus autos o a pie para ver y dejarse ver. Los días pueden terminar en Rayuela, conocido por antonomasia como el “Resto-Bar”, el lugar ideal para un refresco o café́, con música en vivo, los viernes en la noche.
Vale la pena detenerse para una palanqueta con mortadela en La Vienesa, (hay una en la avenida León Borja y otra en la Larrea) con mantequilla traída de unas cuadras más allá́, antes de llegar a la emblemática arteria 10 de Agosto, donde se encuentra la estación del tren. En una época en que la distancia entre Quito y Guayaquil era de 15 días (¡cuando no llovía!), el tren franqueó ese espacio-tiempo en 14 horas. Pero Riobamba estaba excluida del trayecto original y solo en 1924 logró convertirse en la bisagra ferroviaria, el punto céntrico y obligado de quienes atravesaban el país en este nuevo y único vehículo. No solamente llegaron los olorosos frutos del trópico, sino los viajeros, pasmados ante la imponencia del Chimborazo con sus 6.268 msnm.
La luz del amanecer atraviesa los muros de las casas de estilos diversos de la ciudad.
Las casas originalmente eran bajas por temor a un nuevo terremoto. El paso lento de los habitantes de provincia sigue resistiéndose al vértigo de las grandes urbes. Aún se detiene la gente a saludar a algún conocido, a lanzarse chanzas no exentas de palmadas en el hombro. Pasamos debajo del imponente 19 edificio de estilo ecléctico del colegio Pedro Vicente Maldonado, que recuerda al geógrafo del siglo XVIII, nativo de Riobamba, que tanto sorprendería a La Condamine y su equipo de geodésicos franceses. La curiosa calle Primera Constituyente recuerda que en esta ciudad se fundó la Patria y, como muchas cosas sucedieron por primera vez aquí́, se la llama Ciudad de las Primicias. En el parque Sucre se divisa la estatua de Neptuno, el dios 2 del agua, colocada en 1913 a propósito de la inauguración del servicio potable, un lugar histórico donde los indígenas cada sábado venían a comerciar sus productos y degollar sus borregos al aire libre.
Dos cuadras más adelante, en el parque Maldonado, la estatua conmemorativa de esta figura histórica se eleva sobre un cóndor con las alas abiertas a sus pies. Es obra del mismo escultor que hizo el Monumento a la Independencia de la Plaza Grande en Quito. La plaza está rodeada de estoicos edificios, algunos de ellos con techos de latón repujado que llaman la atención. La casa de la Independencia, el Municipio, la Gobernación, el Banco de Préstamos, el recientemente restaurado edificio donde opera el SRI, engalanan con brío la joya de la cuadra: La Catedral de Riobamba.
A primera vista, asombra el frontispicio, construido con las mismas piedras barrocas de la antigua iglesia matriz, recuperadas del terremoto de 1797 por el ferviente párroco José́ María Freile, quien la entregó lozana en 1835. Es como si las palabras de Calvino, cuando dice que las ciudades se construyen con los remiendos de otras, tuvieran sentido, la piedra calcárea remitiéndonos al esplendor de una ciudad ahora mostrada solo en fragmentos. Dentro se encuentra un mural del Cristo indígena del artista Oswaldo Viteri, así́ como otro mural del Premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel, pintado en 1986 en homenaje al llamado Obispo de los Indios, Monseñor Leonidas Proaño, quien puso una impronta de cambio religioso no exenta de oposición. En la misma plaza Maldonado se encuentran también la capilla de Santa Bárbara, el Palacio Episcopal y el Museo de Piedra de la Catedral.
Los parques son un espacio de encuentro y descanso para los riobambeños y sus visitantes.
Los jueves hay competiciones de la “mamona”, un tenis improvisado que se juega con mano en vez de raqueta. Y los sábados, una verdadera explosión de colores se despliega, con las artesanías indígenas de la provincia engalanándolo todo, un mercado único que, curiosamente, no es muy visitado. Aún es posible observar oficios casi extintos, como el de los “remendones” y sus máquinas de coser que arreglan las indumentarias maltrechas. El visitante atento puede observar, además, a algunas indígenas que hilan la lana en husos, mientras un poco más allá́ se expenden comidas populares.
En la calle José Orozco, está la iglesia neogótica de La Concepción, también conocida como Iglesia Colorada, con sus ventanas con arco ojival y vitrales. Al igual que sus torres se destacan los motivos decorativos de tréboles o cuadrifolios (cuatro hojas), además de rosetones, en una arquitectura de zócalo de piedra y ladrillo visto, que le confiere su color rojizo. Acaso por eso el lugar de enfrente se llama Plaza Roja.
Después de la experiencia en la plaza hay que visitar el refectorio del Señor de la Justicia, 17 antesala del claustro, donde los fieles se reúnen en torno a un lienzo, que, sin vidrio ni protección alguna, recibe las caricias de miles de manos. En este sitio se encuentra el torno, a través del cual las monjas venden sus productos hechos con secretos del pasado, para aliviar dolencias físicas y espirituales. Solo basta estar ahí́ un momento y escuchar las recetas y consejos de las madres del convento, ¡de seguro la fe con la que se los recibe obra milagros! Al otro lado de la manzana, en la calle Argentinos, no se puede dejar de visitar el Museo de las Conceptas. Y no lejos de aquí́, en la calle Colón, entre Orozco y Veloz, es bueno probar las deliciosas cholas, pan con raspadura derretida en el centro.
La iglesia de las Conceptas, hogar del Señor de la Justicia, un espacio para reflexionar y orar.
Dos cuadras más allá́, sobre Argentinos, está la interesante iglesia de San Alfonso. Esta congregación de curas franceses se ubica en un edificio muy singular, de torres cónicas y de madera. Fuimos recibidos por el Padre Luis, quien jovialmente (a pesar de sus ochenta años) nos llevó a conocer una iglesia en estado algo desgastado, pero de fascinantes proporciones, con una inmensa huerta en la que crecen uvas, moras, granadillas, duraznos y mucha alfalfa, porque aparentemente también el lugar tiene vacas… ¡en plena ciudad! Sin el artesona- do y pompa de las iglesias españolas, el paseo nos lleva a otros tiempos y fórmulas diferentes. En las calles De Velasco y Benalcázar está La Basílica del Sagrado Corazón de Jesús, cuya altísima cúpula central fue construida con piedras de las minas de Gatazo. Al frente está el parque de La Libertad con un monumento a Juan de Velasco, el primer historiador de la entonces Real Audiencia de Quito, quien urdió́ en sus relatos a veces fantásticos, propios del espíritu criollo en busca de identidad, las huellas del futuro Ecuador.
Hacia el mediodía, es hora de ir al mercado de 32 La Merced para probar un clásico riobambeño: el hornado. Los cerdos son asados en hornos de leña con sus respectivos secretos, como empezar a cocinarlos a las dos de la mañana para que, al cabo de cinco horas, estén crujientes, o adobarlos con ajo, comino, pimienta, achiote, un poco de ajonjolí y nuez moscada. La algarabía de las expendedoras es digno recibimiento, con saludos y obsequios de degustación. El suculento plato se acompaña con llapingachos y el infaltable jugo de frutas con hielo, llamado también rompenucas por el efecto que provoca el frío al tomarlo. Según dicen, proviene de los glaciares del Chimborazo.
Mama Juana camina hacia la Casa de la mujer.
Sin alejarse mucho aparece el emblemático edificio esquinero de la Sociedad Bancaria de Chimborazo, actual dependencia de Correos (calles 10 de Agosto y Espejo). La construcción, tan llamativa por fuera como por dentro, es digna de verse, su cúpula y su reloj son un reflejo de una época donde el comercio y la industria estaban en auge. Muy cerquita, se encuentran los deliciosos y tradicionales helados de paila, postre perfecto para pasear por estas calles entre casonas de las primeras décadas del siglo XX.
En Riobamba aún es posible andar sin la prisa del reloj. Y este parece ser su mayor secreto: la posibilidad de que el viajero, mientras recorre con pausa, se asombre de los pequeños detalles, y de otros grandes, como –más allá́ de los edificios-, el volcán Chimborazo, una presencia de la cual no se puede salir indemne. Porque Riobamba está protegida por montes tutelares. Por eso, en las calles está esa sensación de su paisaje. Como dijera Calvino, a quien vive en ciudades de vértigo y de neón le acomete el deseo de caminar entre montañas.