Si fuera por el mar y su oleaje interminable, ya habríamos olvidado la historia; pero las antiguas voces de estas tierras hablan desde la piedra, las vasijas, la balsa, la madre perla.
El mundo precolombino de la zona costanera del Ecuador actual, especialmente en lo que es hoy la provincia de Manabí, tiene mucho de novela de ciencia ficción, con personajes fascinantes que no deben nada a los protagonistas de las grandes sagas interplanetarias de la industria cinematográfica. Contar cómo los Machalilla deformaban sus cabezas haciendo que el cráneo pareciera un extraño sombrero alargado; el fantástico mito de la Madre de Esmeraldas con el poder de alumbrar el sol y las estrellas; acaso la presencia de gigantes, llegados de quién sabe qué tierras (jugoso condumio para la ufología) que, entre otras cosas, eran homosexuales; o el mismo hecho de que uno de los objetos más valorados era una preciosa concha morada, adquirida en las profundidades del océano, por buzos capaces de mantener la respiración a más de 30 metros bajo el agua sin los tanques de oxígeno de hoy en día, son parte del rico imaginario sobre el cual se erige la actual provincia de Manabí.
El primer contacto de los españoles con los nativos de la zona fue un encuentro dramático y sobrecogedor: el adelantado Bartolomé Ruiz zarpó al sur de Panamá, en busca de alguna presencia humana a lo largo de una costa sin descubrir para Occidente, encontrándose con una embarcación primitiva más maniobrable y ligera que la suya. Los troncos que, sin importar la inmensidad y rudeza del mar, flotaban como el corcho, y la vela – que se parecía tanto a la suya– hecha de un fino algodón, fueron dignos de maravilla, pero lo que más causaba perplejidad era el sistema de navegación en sí, un sistema sin timón conocido como “guara”, un extraño híbrido entre el timón y la quilla.
Hallazgos recientes de Hojas-Jaboncillo que recuerdan a esculturas del antiguo Egipto.
Colocada en medio de la barca, esta tecnología ancestral hacía posible cubrir trayectos distantes (¡con un peso de más de 50 toneladas!), algo inconcebible, dada la simpleza de su estructura. Hace unos cincuenta años, el navegante español Vital Alsar se aventuró a viajar desde Ecuador hasta Australia sobre réplicas de estas balsas precolombinas. La primera que construyó fue carcomida en pleno mar por gusanos, ya que no acató la ley número uno de su construcción: la balsa se corta según las fases de la luna. Corregido el detalle, Alsar llegaría a destino en dos ocasiones, en una de ellas con tres balsas a vela, evidenciando la posibilidad de viajes transpacíficos masivos. Alsar habría manifestado, incluso, que el sistema era “la forma más maravillosa de control en el mar”.
Algo tan sofisticado, y aparentemente único en el mundo, dotaría a los habitantes de esta región ecuatoriana no solo de un monopolio naviero, sino de una capacidad mercantil sin parangón. Y como base de este comercio estaba la ‘industria’ de conchas Spondylus y madre perla. Pues, a más de la cerámica de esta zona, que se remonta a épocas bastante tempranas de la civilización, los manteño-huancavilca habían llegado a dominar el concepto del valor adquisitivo a través de lo que los más cautos denominan una “protomoneda”.
A diferencia de nuestra visión actual del dinero, la concha Spondylus, o la propia esmeralda, conllevaban significados sagrados, además de lo utilitario.
Se sospecha la posible existencia de una reserva de esmeraldas, las cuales aparentemente eran traídas en peregrinación de otras regiones como ofrendas, y para “alimentar”, a una esmeralda principal llamada Umiña; Y la Spondylus, cuya “cosecha” era fundamental al momento de zarpar a otras tierras para realizar transacciones y enriquecer las comunidades locales. Con la concha morada se hacían las famosas chaquiras (collares de cuentas), halladas en las tumbas de los dignatarios pre incas e incas más distinguidos del Perú. En cuanto a la madre perla, hallazgos en los acantilados de Los Frailes sugieren el desarrollo de una especie de producción, otra tecnología misteriosa que entrevé los avances de esta gloriosa cultura.
La zona de influencia (conocida) de estos comerciantes, quienes controlaron por mucho tiempo el tráfico marítimo a través de las costas del Océano Pacífico, comprende un rango gigantesco desde Chile hasta México, toda una gama de sociedades sujetas al valor de los artículos de lujo producidos y comercializados por el fascinante conglomerado manteño-huancavilca.
Cosechando las nubes
El poder en los Cinco Cerros
Poco se conoce del mundo precolombino. Y el arqueólogo Oswaldo Tobar del Complejo Arqueológico Hojas-Jaboncillo nos dice que financiar la posibilidad de traer (muchos) más arqueólogos para repartirse el estudio del territorio, es necesario para avanzar en cuanto a este conocimiento. Este gigantesco sitio representa, en lo que se estima fueron originalmente 3500 hectáreas de asentamiento, una de las zonas de mayor influencia del litoral ecuatoriano precolombino. Pero mucho sigue siendo un gran misterio.
Desde la parte alta del cerro, donde existen hoy pequeños caminos ancestrales (¡con gradas talladas hace milenios sobre las piedras!), se puede observar todo el dominio “manteño”. Hay incluso un vista kilométrica al mar; desde allí los nativos habrían podido observar la llegada de los legendarios “13 de la fama” a las costas del llamado (por cronistas) “cacique Coaque” (hablamos de los primeros españoles que, en la Isla del Gallo, se envalentonaron para seguir a Pizarro hasta estas tierras). En este mismo cerro, el arqueólogo norteamericano Marshall H. Saville reuniría la colección más importante de sillares de piedra manteños, (actualmente en el Museo del Indio Americano en Nueva York), vestigios de gran belleza e importancia que se encontraron asentados en semicírculos en lo más alto del cerro, tocando el cielo y dominando la extensión de los señoríos.
Instalación museográfica evocando un consejo Manteño-Huancavilca y la disposición de sillares en semicírculo.
Los sillares manteños, únicos en el mundo por su forma en “U”, revelarían un elevado sistema de jerarquías sobre el cual se regía este centro antiguo de Jaboncillo y sus cuatro cerros aledaños (Hojas, Bravo, La Negrita y Guayabal). Elaboradas en este sitio arqueológico hace cientos de años, se repartían los sillares a personas importantes de otros señoríos. Dentro de las teorías vigentes, se cree que eran varios los centros a través de la costa litoral (entre ellos los de Agua Blanca y Salangome) que cumplían diferentes roles, complementarios e interrelacionados, simbólicamente adscritos al poder ofrendado por los sillares, haciendo de esta sociedad un eje del mundo precolombino a través de la costa ecuatoriana, y quizás más allá también.
Sobre los sillares manteños se tallaban rostros de animales que dotaban de poder a quien tenía la potestad de sentarse en ellas
Estos cerros representaban la conexión de los antiguos manteños con el cielo. Y del cielo se recogía el agua, aun cuando no llovía, para asegurar la vida a sus habitantes. Existen hallazgos de pozos que recogen la precipitación de la neblina y la garúa, y albarradas que no secan aún en épocas de sequía de años, incluso décadas.
Añadamos la concepción monetaria, la comunión y funcionamiento de distintos puntos de poder a través de un territorio inmenso, el control y dominio naviero… Cada vez más se empieza a vislumbrar que la costa ecuatoriana funcionaba a través de un sistema muy sofisticado y plurifocal.
Algunos apuntan a una especie de estado, unido a través de ideologías y un marco cultural imponente, que, sin ejército conocido, surgió libre y autónomo frente a una presencia tan imperial como la inca. Jaboncillo, siendo uno de los asentamientos más grandes, tiene mucho que enseñarnos sobre este asombroso funcionamiento ancestral, de gran civilización, prosperidad e importancia.