Parapente sobre Yahuarcocha

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La vida de la ciudad y el trabajo de oficina me abruman… mi espíritu aventurero necesita adrenalina. ¡Creo que ya es hora de un vuelo en parapente! Y uno de los mejores lugares para realizarlo en Ecuador es Ibarra, la ciudad blanca…

No soy de las que le temen a las alturas. Pero subimos, subimos, subimos… y llegamos a la pista de despegue, la parte más empinada de la montaña llamada “El Pinar”, a unos 2.900 metros sobre el nivel del mar. Es verano. El cielo luce despejado. El sol dibuja los contornos: Ibarra, el imponente volcán Imbabura, el majestuoso Cotacachi y la gran laguna de Yaguarcocha. “Ya me dio ñáñaras,” digo de pronto, esa sensación de miedo que viene acompañada de escalofríos y sudor en las manos. Todos se ríen. “Tranquila Claudia,” me dice Bolívar Cevallos, que tiene más de 15 años de experiencia volando, “el sentimiento de libertad que sentirás será inigualable.”

En julio, los vientos de verano soplan con más fuerza. Hay que madrugar para buscar corrientes calmadas y los pilotos del club de parapente de Ibarra saben cómo hacerlo. Washington Baca, o “Washito”, es el presidente del club y será mi instructor de vuelo. Volaremos otros seis pilotos, tres aficionados y un niño de 3 años. Miguel Yandún, con 14 años de experiencia, ahora es padre y lo hace junto a su hijo Miguelito. Con sus pocas palabras, el pequeño ya pide volar. Tiene su arnés de bebé y no le teme para nada a las alturas. Con ellos están también “Caregallina” (Jason Palta), Olguer Imbaquingo, Edison Castillo y Bolívar. Además, está “Vichito”, Vicente Herrera, que aparte de ser “el driver” oficial, verifica las condiciones térmicas, ayuda con la preparación de los equipos y es, incluso, el paramédico.

El parapente se compone de tres partes básicas: la vela, el arnés (o silla) y el paracaídas de emergencia. Luego de templar la vela sobre el pasto, Washito ajusta el arnés con meticulosidad y recalca “que no hay nada que temer”. Me pone el casco, una cámara GoPro en el pecho, los guantes y otra GoPro para llevarla en las manos. Me explica que el grupo se apoya todo el tiempo, cada uno con radio, para garantizar la comunicación y seguridad del vuelo y aterrizaje.

Las ráfagas son fuertes. Estamos sentados frente al cielo, como de cacería… buscando el ‘viento perfecto’. Hay una expectativa ansiosa antes de que todos repentinamente se emocionen. Respiro hondo. El viento se ha calmado. Hay que esperar que la “ventana” se mantenga por lo menos 10 minutos para poder volar con seguridad.

Amarramos los arneses. La adrenalina sube a mil y escucho la señal de correr. Nos gritan “buen vuelo”, la cábala entre parapentistas para que todo salga bien y lo disfrutes al máximo. Es una señal angustiosa, en realidad. Es sentir que nos vamos a caer. Y efectivamente, nos caemos. Un resbalón nos hace dar varias vueltas laderas abajo. ¡Qué susto! Pero nada grave. ¿El reto no está en vencer los miedos? “¿No dicen que, si lo haces con miedo, vale el doble?” pienso y respiro hondo de nuevo, mientras los otros pilotos continúan su turno de despegue: Miguelito, con sus 3 años, junto con su papá; Caregallina, quien lo hace de espaldas; Bolívar y Edison con sus pasajeros. No podía quedarme atrás.

Armamos el parapente de nuevo. Otra vez a la posición. Y otra vez, el grito. “¡Buen vuelo!” y a correr… La sensación de caída desaparece cuando nos elevamos. Y es increíble. Como angelitos hacia el cielo. El corazón parece que se me va a salir. Me sale un grito desde el alma: “Sííí, lo hiceeee” y me invade una sensación de libertad que no puedo describir. Estoy volando. Como un ave sobre el mundo. Gente en miniatura nos saluda desde una hacienda abajo. La sensación causa lágrimas… por el viento sobre el rostro… por la emoción… no sé bien. Me faltan ojos para ver el paisaje. El sol se estrella sobre el agua de Yaguarcocha y refleja todo su esplendor en medio de los amantes tutelares: el taita Imbabura y la mama Cotacachi.

Washito explica que llevamos un bario que sirve para medir la altura, velocidad y distancia. Pita y mientras más se acelera significa que nos acercamos a una buena ráfaga de viento para girar y elevarnos. Como es verano, los buenos vientos son pocos. Nos estamos moviendo a 60 km/hora y descendemos lentamente, avanzando 10 metros y descendiendo uno. El viaje, en realidad, es tranquilizador. No hay movimientos bruscos ni sobresaltos, aunque mirar hacia abajo causa vértigo. Washito me ofrece que maneje el parapente, pero no me siento preparada. Prefiero ser la pasajera y avanzar en perfecta libertad por el aire. Divisamos entonces la pista de aterrizaje y los compañeros que nos esperan. Los pasamos. Vamos hacia la laguna y la sobrevolamos. Es hermoso.

Para realizar el aterrizaje debemos hacer pequeños giros que me revuelven un poco el estómago. Pero Washito me da la instrucción de calma y de alzar las piernas, y suavemente caemos sobre el pasto. El ala del paracaídas se desploma y la alegría me desborda. ¡Lo hice!

Abrazos. Esperamos entonces el aterrizaje de los demás, guardamos cuidadosamente los parapentes y ya está Vichito, listo con el auto. Ahora sí, a comer unos chochitos.

En el pueblo de Yaguarcocha, nos tomamos un momento para compartir reflexiones sobre el vuelo. Washo me confiesa que, pese a que lleva muchos años haciéndolo, siempre tiene miedo. “No sentir miedo no tiene sentido,” me dice. Entre los pilotos, les gusta compararse con aves como el águila o el cóndor. Todos coinciden con la sensación de libertad que les despierta este deporte que uno creería es peligroso, pero en realidad es más seguro que muchos. Leonardo da Vinci, el gran pionero del parapentismo del siglo XVI, habría dicho: “una vez que lo hayas probado, caminarás sobre la tierra con la mirada en el cielo, porque ya has estado allí y siempre querrás volver”.

Y así, todos a regresar a su realidad. Washington es ingeniero eléctrico. Olger se dedica a la construcción. “Caregallina” tiene una tienda de productos naturales. Edison es pastelero. Y yo, a escribir mi reportaje, con la mirada en el cielo.

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