Muerte en la tarde

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A estas alturas, uno podría decir que el equipo editorial de Ñan está obsesionado con las historias, intrigas y leyendas que rodean la Misión Geodésica. Fue la primera vez en 300 años que a personas sin vínculo con España se les permitía ver qué sucedía exactamente, a «puertas cerradas», en las colonias. La expedición en sí fue motivo de innumerables desgracias y acontecimientos de proporciones casi literarias, las que se dieron en diferentes puntos de todo el largo de los Andes ecuatorianos. Pero sería en la ciudad de Cuenca, en esa ciudad colonial que apenas podemos imaginar hoy en día, donde la Misión se daría oficialmente por terminada.

No hay duda que la llegada de la Misión Geodésica a Cuenca fue influyente para la ciudad. Acaso sólo por la información que Charles Marie de La Condamine difundiera sobre la quinina, la cura natural para la malaria, a sus colegas de la Academia en Francia. Ello, décadas después, haría de la «cascarilla» —la planta endémica de la cual se obtiene la quinina—uno de los productos más cotizados de la farmacología mundial. A finales de 1800, las ganancias financieras de este producto serían invertidas hacia la transformación casi completa de la ciudad.

Pero la visita de la Misión Geodésica más de cien años atrás, en 1739, fue, por razones propias, trágica, polémica y memorable.

La Condamine, ya para el final de su estadía, estaba trágico. La misión había sido, en pocas palabras, un rotundo fracaso. Poco o nada sirvió todo el esfuerzo de trajinar por los escarpados Andes, ya que la mayoría de las conclusiones confirmando que la forma de la Tierra no era una esfera perfecta, tal como lo habría conjeturado Isaac Newton, fueron reveladas al mundo durante una expedición rival en Laponia, Noruega. Asimismo, las bajas (3 muertos y 2 trastornados) de cinco miembros de su equipo original de 10, no eran razón de entusiasmo alguno.

Uno de los momentos más oscuros de la experiencia geodésica le ocurrió al médico de la Misión, Jean Senièrgues, un exaltado, acaso pretencioso intelectual que, durante su estadía en Cuenca, instigaba a conservadores de sociedad con ideales progresistas. Dicen que terminó enamorándose de una criolla de estirpe, la Srta. Manuela Quezada. Este asunto provocó, en principio, un duelo para defender el honor de la misma, entre él y uno de sus novios, Diego de León, quien la habría dejado por otra mujer. Se cuenta que Senièrgues torpemente caía de cabeza mientras desenfundaba la espada, causando risas entre los presentes.

El final no tan gracioso de la historia, sin embargo, tuvo lugar una tarde de esas, en la Plaza de San Sebastián, cuando una turba encolerizada por las actitudes del francés y su afrentosa defensa de la Srta. Quezada, lo golpearía y asesinaría durante un evento taurino al aire libre. Tal espanto causó el anécdota en el resto del país, que, se dice, marcó el origen del apodo «morlaco», con el que el resto del país denota a los cuencanos. Esta palabra quiere decir ‘toro de lidia’, y en este caso, se refería a la inhóspita, acaso salvaje, naturaleza de la muchedumbre asociada con el trágico evento.

La Condamine tenía poco de que alegrarse, menos aún cuando algún tiempo después, un edificio caía sobre su dibujante el Sr. De Morainville, terminando también con su vida… y con ello, el capítulo geodésico, que se sellaba, por fin, en Cuenca. Por supuesto, La Condamine fue fundamental para la creación del sistema métrico, y llegó de
 la expedición americana con grandes descubrimientos (el curare, el caucho, la quinina, etc.) que logró compartir con el mundo occidental.

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