Ilustraciones por José Villarreal
Los primeros relatos, lo que se conoce como la cosmogonía de los pueblos nativos, develan una sabiduría para interrogar al mundo después del caos. Los pueblos ancestrales de Ecuador, al igual que de todas las culturas del orbe, encontraron explicaciones de sus orígenes desde el nacimiento del fuego, hasta los gigantes soberbios (presentes en muchos mitos antiguos) o en los dioses como Chiga y las lagartijas. Estas voces de voces, que son mitología, ahora son parte de la literatura, en formato de microcuentos.
El gigante y las lagunas
Hace mucho tiempo, antes de la llegada de los hijos del sol, vivía un gigante. Era tan enorme como su orgullo. Decidió recorrer las lagunas y metió su enorme pie en Yahuarcocha, que se llamaba Cochicaranqui. Rio mucho porque sus aguas únicamente le llegaban a los talones.
Después fue a Imbacocha, el lago San Pablo. Sus carcajadas retumbaron en el aire porque apenas se mojó las ásperas piernas.
—Son simples charcos —dijo—. Y se recostó en la tierra de los karankis, pueblo que cultiva el maíz y que tiene a las montañas y lagunas como sus dioses tutelares.
Un día, llegó hasta un enorme ojo de agua. Se oyó un grito mientras un remolino lo envolvía. Trató de asirse al Taita Imbabura y fue tanta su fuerza que dejó una inmensa grieta que lo tragó entero. El soberbio gigante nunca supo que la escondida laguna se llamaba Cunrro.
Los monos del Tereré
La selva parecía demasiado pequeña para los dos brujos. Por eso los yachacs viejo y joven supieron —sin decirse nada— que uno no vería el próximo amanecer en el mismo sitio. El cruento combate comenzó. Sería falso decir que los dos no pusieron el mismo empeño en la pelea. Pero, eso se sabe desde siempre, el viejo dominó, con su astucia, la fortaleza del joven.
Sin embargo, el brujo aprendiz no se sintió derrotado. Ante la mirada del vencedor arrancó un trozo del monte Sumaco y mientras se marchaba río abajo llevaba gran cantidad de monos y saínos.
En Pañacocha, en esa parte hermosa del río Napo, colocó la tierra que le sacó al Sumaco. El pedazo de la montaña alcanzó para formar una isla y es posible que haya vivido allí. Ahora esa isla se llama Tereré. Los monos saltan como si la tierra arrancada al volcán estuviera viva…
El sapo Kuartam y el jaguar
Un Shuar iba de cacería e, incrédulo ante las advertencias de su mujer, imitó el canto del sapo Kuartam, que vive en los árboles. Kuartam-tan, kuartamtan, lo retó en medio de la noche, pero nada pasó.
El inmenso Kuartam se convirtió en jaguar y lo comió. Nada se escuchó de su ataque, pero la mitad del cuerpo del Shuar había desaparecido.
Al alba, la muchacha decidió matar a Kuartam. Tumbó el árbol y al caer mató lo que se había convertido en un enorme sapo con un estómago descomunal.
La mujer cortó rápidamente la panza de Kuartam y los pedazos del Shuar rodaron por los suelos. “No es bueno imitar a Kuartam,” pensó.
A lo lejos de la tupida floresta se escuchó de nuevo “kuartam-tan, kuartam-tan”, sin saber si era un sapo o un Shuar a la espera de un jaguar.
Las lagartijas que sostienen al mundo
Los abuelos A’icofanes dicen que es malo matar a las lagartijas. Se las llama también tufa, porque ellas sostienen al planeta. Los animalillos de escamas de colores intensos son dueños del orbe. Los reptiles con sus patas arrugadas caminan la corteza de los árboles y saben las tonalidades de las piedras. Los astutos animales las protegen para que la Madre Tierra no se rompa, para que no la dañen y vuelen los pájaros. Las lagartijas de piel curtida vigilan para que no se destruya la selva.
El dios de los cofanes Chiga siempre mira cuando alguien mata a una lagartija. Se molesta mucho porque ellas también lo sostienen a él. “Alguna gente de acá no entiende y las matan”, dice un brujo, “pero, un día, Chiga se pondrá furioso y terminará con el mundo.”
Jempe hurta el fuego
Hacía frío en la selva. Los Shuar miraban a la distancia la morada de Takea, que era el único que poseía el fuego. Takea era un monstruo. Cada vez que alguien se atrevía a hurtar la lumbre era devorado. Por eso, en las noches heladas, los Shuar se la pasaban tiritando y con miedo.
Un día, Jempe —‘el picaflor’— llegó a la caverna de Takea, después de una lluvia torrencial. Los hijos del dios del inframundo lo encontraron empapadas las plumas y, a hurtadillas, lo metieron a la cueva. Jempe, una vez recuperado, alzó vuelo. Fue directo al lugar donde Takea protegía el fuego y, ante su asombro, prendió sus alas y escapó. Los Shuar, de los antiguos tiempos, lo recibieron con alborozo.
Ahora, cuando los Shuar prenden una hoguera siempre recuerdan a Jempe y, a veces, cuando crepitan los leños, una silueta de ave se dibuja en las lenguas del fuego.