El manabita, o manaba, es el único gentilicio de importancia en todo el Ecuador que representa no a una ciudad, sino a una provincia. Y su provincia es algo más que una provincia, es un mundo en sí mismo, como lo evidenciaremos en estas páginas. Si nos acogemos a los estereotipos, el manaba se lleva con todos; no evidencia regionalismos; está en todos los rincones del país. Es orgulloso y se para firme ante una amenaza; pero es convidador y abierto, y sobre todo, adaptable a cualquier medio. El manaba es un ente cultural de estirpe milenaria, un cocinero lleno de sazón, un poeta inspirado, un talentoso artesano; algunos dirían que su influencia es fundamental dentro de la identidad del país, uno de los ingredientes que diferencian al ecuatoriano de sus vecinos. Y esto tiene su historia, su leyenda y su verdad.
Para 1534, la llamada consolidación Manteño-Huancavilca, pilar cultural del continente, fue literalmente reducida a nada. Se relata que Pedro de Alvarado, uno de los conquistadores más crueles de la historiografía suramericana, y sus huestes, torturaban y mataban a quienes no admitían la procedencia de su oro y sus esmeraldas, e incluso encadenaron a miles de nativos, obligándolos a seguir al Adelantado hasta Quito (terminaron muriendo de frío y hambre en el trayecto). Centenares más murieron de enfermedades. El casi mítico pueblo de Jocay (hoy Manta), que contaba con una población de 20.000 personas a la llegada de los españoles, según el cronista italiano Girolamo Benzoni, no alcanzaba los cincuenta individuos cuando éste lo visitara en 1546.
¿Dónde podemos ver las ruinas del poderoso ‘estado’ Manteño, aquel que jamás logró ser dominado por los incas? Como los mayas en México, existe un aire de misterio que acompaña la soledad que muchos de los parajes manabitas ofrecen al visitante. ¿Qué son estos pueblecillos? Algunos cuentan más de cinco mil años de existencia. Pero asombra que hayan quedado tan pasados por alto a través de los tiempos, que persistan humildes, pequeños, con la simpatía de una sencillez profunda y con la silenciosa dedicación de su quehacer pesquero, agrícola y artesanal.
Botella-silbato en el Museo Arqueológico de Salango.
Manabí, es evidente, tiene mucho de mar. Y sus poblaciones han fluctuado, como olas, a través de los siglos: Un vaivén que no se replica en ningún otro territorio. Portoviejo, su capital, en su momento de fundación española, llegó a ser cabildo, prometiendo convertirse en ciudad-eje de la costa durante la Colonia. Pero perdería este status dada un población cada vez más pequeña. Hace sesenta años, esta misma ciudad era digna capital provincial que recibía migrantes del mundo entero. Hoy, no podríamos decir que llama la atención, especialmente frente a su vecina ciudad de Manta, que rápidamente se convierte en atractivo indiscutible. En los últimos años de la Colonia, este mismo puerto de Manta no era mucho más que un muelle para cargar productos de Montecristi, con una sola calle escoltada por una veintena de casas de madera.
Pronto, la producción de tabaco, cacao y paja toquilla a finales de la época colonial, repobló la zona. Y desde la década de 1960, por ejemplo, se registra más emigraciones en Manabí que en cualquier otra provincia costanera de Ecuador. Su gente se ha esfumado, regresado y vuelto a esfumar, vertiendo su savia cultural al resto del país, dejando la madre tierra para enriquecer, con sus costumbres y talento, lugares como Guayaquil, que en los mismos 1960 empezó a convertirse en la megaciudad que conocemos hoy.
Según Carmen Dueñas, historiadora apasionada perdidamente por Manabí, este movimiento quizás tenga algo que ver con un movimiento humano muy antiguo. Conocidos por ser grandes mercaderes y aún mejores navegantes (por no hablar de su suprema tecnología naval), los habitantes de la zona estaban acostumbrados a movilizarse lejos de su costa para mercar productos en otras regiones del continente americano. También influían movimientos humanos caracterizados por el ecosistema cambiante (a veces muy difícil y seco) de esta costa en particular, provocando éxodos repentinos que, como hemos visto, se repiten a través de la historia. Pero lo más interesante del manaba es que por más que se traslade, jamás deja su arraigo atrás, y un sentido de territorio muy especial lo persigue como sombra.
Los ceibos empiezan a perder sus hojas cuando inicia la época de sequía.
En la temprana colonia, la fundación de la ciudad española de Portoviejo estaba destinada al fracaso. Y la ciudad indígena de Jipijapa, en pleno siglo 18, era descrita como ‘tierra de ricos’ por los cronistas. Era, además, tierra considerada periférica dentro de la estructura política de la colonia americana, y tal era la importancia que se daban estos ‘indios de Jipijapa’, que no dejaban pernoctar a foráneos en sus comunas. se pedía a los regidores, apuntados por la vecina Guayaquil, certificados que los autorizaran a ‘regir’. Eran considerados insolentes e irrespetuosos. Llegaron a falsificar la firma del rey para ir por encima de las autoridades locales, e incluso, obviaban a estas por completo, registrando reiterados viajes al virreinato de Santa Fe, e incluso a Madrid, para quejarse de atropellos y resolver sus problemas directamente. Sabían dejar la republiquita atrás, echando al mundo gracias a su mejor camino: el mar. Esta autonomía es fundamental para entender cómo se forja la personalidad del manabita, dueño de su destino.
Pocos quisieron servir de gobierno a gente tan ‘indomable’. Las tensiones con Guayaquil llevaron, incluso, a que las autoridades del puerto sitiaran a Portoviejo durante tres meses. Esto motivó la unión sin precedentes de los tres grupos étnicos de la zona – indígenas, mestizos y blancos – para que se los dejara en paz. Ya hacia el final de la época colonial, ésta era una de dos regiones en América que se rehusaba a pagar tributos. Y cuando Bolívar pidió a la partido portovejense entregarle terrenos baldíos para saldar cuentas con un inversor independentista, los manabitas mostraron un sentido de unidad ejemplar al reunir el dinero entre ricos, medianos y pobres para comprar el territorio entero y hacer que continuara siendo del común, prevaleciendo la visión de que quien nace en tierra manabita tiene derecho a ella, y quien la deja la cede de nuevo a la comunidad. La práctica y concepto aún se vislumbra en sectores vecinales de la provincia.
En Manabí, la tierra siempre ha cumplido una función muy distinta a la que comprendemos desde la Colonia el re sto de ecuatorianos, un sentido que sin duda evoca los señoríos del pasado, autónomos por un lado, por otro integrados. Al mismo tiempo, se compone y protege a través de la unión de personas, sin importar etnias, razas y clases sociales, que representan una histórica colaboración. Manabí, su territorio, se ensancha al andar de quienes lo han reclamado como suyo. Es una patria en sí misma, y por ende, los manabas jamás dejan de llevarse adentro, por más lejos que se encuentren de su tierra. Su vitalidad está en todos los rincones de Ecuador. Personifican libertad y orgullo (¡y buena comida!) donde quiera que se encuentren.