El sol llega a su último destino, las playas de Manabí. Con él, el polvo vuelve de algún nostálgico acantilado y se arremolina sobre un burro que espera pacientemente fuera de la casa de su amo. Un sombrero de paja toquilla, que escapó de una cabeza la noche anterior, sigue haciendo camino hacia el sur, a veces avanzando como rueda, deteniéndose de pronto, tropezándose sobre sí mismo como borracho del viento.
Este amanecer lo podría soñar igual una y otra vez en este Viejo Oeste ecuatoriano llamado Manabí. País único en el mundo, de aguas nostálgicas y orillas silenciosas; de pueblos que surgen del palo santo; de sabores que dormitan en panzas milenarias, desde quién sabe cuántas vidas pasadas y gente que surge del barro de sus antepasados, aquellos próceres de la civilización en este rincón perdido del planeta.
Casa típica manabita entre el mar y los llanos.
Sobre la playa están los pescadores, como si jalasen los hilos de aquellas ominosas fragatas que bailotean en el aire, alrededor de las canoas de madera. Aquí hubo alguna vez miles de balsas flotantes yendo y viniendo, un puerto inmenso cuyos fantasmas siguen llevando sus costas consigo, guardándolas en conchas de Spondylus que, por siglos, comerciaron con postores de otras orillas. Pequeños correlimos bordean la espuma con sus patitas presurosas. Detrás, el horizonte litoral también está hecho de olas de montaña, cordilleras que se visten de bosques azules.
La visión se interrumpe con el chirriar de un enorme vehículo de latón, del cual escapa la cadencia tropical de una radio. Cinco niños irrumpen en olas de algarabía de la caña guadúa de su casa; saltan las graditas de metal, despidiéndose de su madre, buscando ganarse una ventana. Sus caras son reflejo puro de caciques milenarios y princesas de mar. Seis y media de la mañana. Mochileros avanzando costa arriba también se embarcan. Más niños, con sus mochilas y ‘loncheras’, aparecen de otro caserío soñoliento. Un jornalero de sombrero y machete, con una mata de plátanos verdes que deja en pleno pasillo. Un hombre, con una bandeja de delicias locales, sortea el bulto para sentarse. Maní y culantro llenan, de pronto, el interior de la nave manabita. Más niños empujan. El traca-traca sobre una carretera lisa hoy, embachada mañana. Este transporte escolar que es el bus de todos.
A orillas de un mar que parece lleno de ballenas con cada ola que se forma sobre su cuerpo interminable, están las sombras que escoltan la costa – Los Ahorcados, Salango, La Plata, Pedernales – islotes en los que se realizaron ritos de sacrificio en un tiempo remoto, gritos ahogados hoy por los tumultos del océano. El vehículo se destapa de niños a la entrada de los pueblos con escuela (Machalilla, Puerto López, Pueblo Nuevo) y continúa, buscando las colinas de Jipijapa, que alguna vez olían toditas a café. Hoy cunden el polvo y la memoria. Montecristi y su feudo artesanal, y finalmente la gran ciudad, que parece imperio, Manta, donde alguna vez un cacique de cara pintada, rey de los mares, mostraba orgulloso a Umiña, su diosa esmeralda, alrededor del cuello. Hasta su templo, se caminaba por una calzada escoltada de enormes estatuas de piedra, de tres metros de alto. Un sacerdote español las mandó a destruir apenas las vio. Y hoy, en su lugar, modernos edificios de cemento se levantan sobre los señoríos milenarios.