Es difícil pasar por alto el arte de Magno Bennett en Galápagos. En hoteles, murales, el Centro de Interpretación San Cristóbal… su obra se graba en las retinas como parte inequívoca de la identidad insular. Rayas persiguiéndose en ondas, un enjambre de tiburones martillo, mucha naturaleza y siempre mucho color. “Un artista es su entorno… respira lo que le rodea,” afirma. Su obra es, efectivamente, un chapuzón en el drama visual del archipiélago, en los turquesas centelleantes, azules profundísimos, la rojiza luz del horizonte y el negro petrificado de la geología.
Magno no recuerda un momento en su vida en el que no haya pintado. Desde los siete años vivía del arte y, a los 19, dejó las canchas de fútbol —era arquero, “y bueno”— para entregarse a su primera pasión. Galápagos vino luego y fue parte su insaciable deseo de buscar un refugio de naturaleza lejos de su ciudad natal de Guayaquil, y parte una oportunidad de trabajo en PetroEcuador, realizando gigantografías que, en la época, precisaban de artistas para reproducir las imágenes a mano. Desde que llegó a Santa Cruz, quedó conquistado. Ya son 26 años de vida en las islas.
«Un artista es su entorno… respira lo que le rodea»
Su arte nos lleva lejos. Es, sí, un reflejo de la belleza que presencia en Galápagos cada día, pero es también el largo proceso de experimentación para fabricar sus propios implementos de trabajo en cuanto a las técnicas aplicadas a sus obras —uno tiene que reinventarlo todo en lugares remotos como éste—para luego consumar el estilo… en su caso, uno tan representativo y singular. Detrás de las transparencias, fondos y pinceladas, Magno revela su culto al quehacer artístico, un culto ligado entrañablemente al medioambiente, a la lejana convicción de que el arte jamás es adorno, sino un instrumento, un conducto para la inspiración, un reflejo del ser humano en el mundo y de cómo la magia que nos rodea se impregna en un lienzo tal como se impregna en el alma.