Los caballos libres del Cotopaxi

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El caballo: un animal que ha vivido en comunión con el hombre por siglos, que lo ha acompañado en sus grandes gestas, lo ha cargado a sus destinos más remotos, lo ha alzado en sus guerras y seguido en sus más complejas exploraciones.

Son más de 4,000 años desde que el caballo forma parte de la vida humana. Gracias al momento en el que fue domesticado —estudios apuntan al sur de Rusia como el lugar donde se practicó esta domesticación — el humano ha podido migrar, viajar, buscar territorios que siempre le fueron lejanos gracias a su fiel «amigo» el caballo.

América no fue la excepción. Para los españoles, era simplemente imposible imaginar no solo la Conquista, pero la mera posibilidad de sobrevivir en un nuevo continente como el nuestro sin la presencia de sus caballos. Y vaya impresión que dejaron.

El caballo estaba tan atado al español que los nativos creían que un ser humano sobre su semental era una sola criatura. Pero no era así, desde luego. Y en una tierra agreste, libérrima, con expansiones tan fabulosas como el Cotopaxi y sus extensas faldas, fueron los caballos quienes salieron en busca de su propia libertad, dejando atrás a su eterno amo.

Hoy, el Parque Nacional Cotopaxi, representa uno de los paisajes más asombrosos del mundo donde ver esta especie libre de sus eternas ataduras.

Los cimarrones del Cotopaxi

Existen comunidades de caballos silvestres en todo el mundo. Algunas de estas, sobre todo en los Estados Unidos, son hoy un desafío para ecologistas y guardaparques, pues sus poblaciones son desmedidas y afectan los entornos prístinos y protegidos donde se han asentado.

En el frío páramo de Ecuador, la comunidad de caballos del Cotopaxi alcanza unos 600 individuos —una cantidad hoy por hoy manejable. Muchos hemos tenido la dicha de verlos cerca de Limpiopungo, galopando por entre las pedregosas irregularidades de su páramo, dominando los vastos flancos del volcán. Ocultos del mundo de haciendas y establos que los vio partir un día, pastan en la niebla y viven su vida lejos… en las borrascas de altas cumbres. Sin duda, es una de las comunidades de caballos silvestres más cercanas al cielo del mundo… un momento especial cuando coincidimos en su reducto.

A veces nos damos cuenta que se acercan a mirarnos mientras los admiramos pastar. Alzan la cabeza entre bocados de musgo y almohadilla de páramo y nos miran. Sentirán, quizás, la nostalgia de los muchos años que compartieron con nuestra especie. Pero no. No van a bajar de este paraíso equino. Eso jamás.

Ver sus zancadas libres, sin ataduras ni dueño, sin yerra ni herradura, sin establo donde dormir ni jinete que les diga por dónde andar, siempre emociona a quien los admire.

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