Loja: el último laberinto

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Hay un dicho ecuatoriano: “quien no conoce Loja, no conoce Ecuador”. Su significado, cada vez que lo pienso —y lo he pensado mucho en este trayecto de revista —se aclara sólo en los kilómetros andados. No es decir que visitar Loja responde a la pregunta “¿qué es Ecuador?”, sino, más bien, es decir que Loja es un punto ciego, un espejo oculto, de nuestro de por sí escondidizo país. Por años olvidado por parte de nuestros gobiernos, un lugar limítrofe cuya línea se fue borrando y afinando según las épocas (con algunas guerras fronterizas de por medio), una pequeña república federal, en su momento, que tomó la decisión de separarse de Ecuador —acción que serviría, irónicamente, para fortalecer los lazos patrios— Loja, si bien marginal, si bien remoto, está, al mismo tiempo, en el centro mismo de lo que somos los ecuatorianos.

En el sur, con las primeras lluvias, los guayacanes florecen.

Como piel íntima de la nación, como un pensamiento oculto, Loja implica un asunto filosófico: toda identidad se rige por sus secretos fundamentales. Y Loja es nuestro secreto. Quizás sólo por eso, hay que salir a buscarlo, intentar conocerlo.

Entre sus muchas revelaciones, está una biodiversidad única, pues es un mundo en sí mismo… Nos dice en la cara lo equivocados que estamos cuando dejamos de considerarlo como un mundo propio. Hablan de los tres “mundos” que Loja atraviesa, pero el “mundo costa” de nuestra Loja, no tiene ni playas ni oleajes, se prende con sus guayacanes, se enverdece con sus lluvias y petrifica con sus siglos… Hablan de los Andes, pero tan diferentes son estos Andes que no conocen de volcanes, tampoco de callejones interandinos. Y su Amazonía también está atrapada en medio de una cadena de bosques subtrópicales, en una eterna, casi perfecta media-altura primaveral…

En Mangahurco, doña Cecilia ordeña a su cabra.

Quizás vale decir, entonces, que no hay laberinto que no sea su propio mundo. Pues Loja es un laberinto, un “papel arrugado” como describiera la provincia el ex presidente Gabriel García Moreno, anulado ante su tajante geografía de montañas apretujadas. Loja es un mundo de pequeñas vías “cuchara” donde, sin más lugar a donde ir, sus habitantes se fueron contentando con los sitios donde hicieron escala. Pareciera que es así cómo se crearon los muchos pueblos que en la provincia existen hoy. La sensación, cuando uno está un mes recorriendo estos contornos escalonados, es que la provincia no termina nunca; que siempre oculta algo detrás de algún cerro o entre alguna quebrada; que Loja, si bien cierra el territorio, también abre la vena de su propio descubrimiento.

Hay otro dicho ecuatoriano, ahora que lo recuerdo: “Loja, buen lugar para nacer”. Oímos en él la otra cara identitaria de este territorio fronterizo por excelencia: la idea de que uno, de Loja, siempre se va. Hoy, son ciudades de lojanos que viven en los grandes centros urbanos del país…

Representación del Espíritu Santo en una de las paredes cerca al Santuario del Cisne.

Sus pueblos, llenos de talento, se fueron destilando por la migración y Loja, toda la provincia, ha quedado, en gran parte, en la nostalgia de sus desterrados. Hay una particularidad… el lojano jamás olvida su tierra. Siempre, de alguna forma, vuelve. Son ciudadanos ecuatorianos, adaptables, preparados y siempre un aporte valioso a las sociedades en las que se han reubicado. Mas están siempre pendientes de lo que ocurre en casa, claros en su cabeza de que, en el fondo, lo lojano se lo lleva en el alma… como un gran secreto.

Grandes músicos, grandes cantantes, recordados compositores; literatos universales, varios de ellos (Ángel Felicísimo Rojas, Pablo Palacios, el mismo Benjamín Carrión), impulsores de la literatura nacional. Y estetas como Kingman, gigante entre ellos. A fin de cuentas, Loja está en todo el país. Su impronta latente en la crema de nuestra cultura. Es el territorio que mejor ejemplifica el largo camino que uno anda en pos de encontrarse y el orgullo que un caminante siente por el camino andado. Tierra de peregrinajes, tierra de éxodos, bendecida por sus misterios de silencios y visiones, tierra que nos invita a conocerla, para, de paso, conocernos a nosotros también.

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