La línea que nos divide en dos hemisferios como país, corta asimismo en dos la esfera que llamamos Tierra. Es una perspectiva planetaria de grandes proporciones para un minúsculo punto del mapa como Ecuador, que representa tan solo el 0,05% de la superficie terrestre. Parte de su simbólica relevancia, esa misma línea —que le otorga identidad al territorio y le da, incluso, su nombre— es además una gran alegoría de su propia naturaleza limítrofe.
No es solo una línea imaginaria como lo suelen ser las líneas imaginarias en otros lugares; líneas que no vemos cruzar, que no sabemos en qué momento las cruzamos si no hay una gran pancarta que lo indique. En este “Ecuador”, en esta versión de “país ecuatorial”, la línea imaginaria parece decirnos algo en cada trayecto que tomamos dentro de su extraño reino magnético.
En primer lugar, no solo divide un territorio en hemisferios; se viven los extremos de esos hemisferios en una misma experiencia: el frío de los polos y el calor de los trópicos, por ejemplo; todo en un mismo lugar… a un lado y al otro de una frontera invisible. Y ello hace que aquella “línea imaginaria”, de cierto modo, se materialice.

Un país bipolar; país fronterizo —acá, donde, como rompecabezas, se ensamblan verdaderos opuestos— es un país de prodigios; y no puede sino ser motivo de fascinación para quien visite, pues no existe otro que se le parezca. Ningún país equinoccial presenta una cordillera tan elevada como la de los Andes.
Este fenómeno único de este punto preciso del globo permite un rango climático sin precedentes a medida que ascendemos las laderas desde 0 metros sobre el nivel del mar —en pleno palmeral de cocos de la zona tórrida— hasta casi 7000 metros, sobre la borrascosa cima del Chimborazo, el punto más lejano desde el centro de la Tierra. Pero es solo el comienzo. Nuestra “ecuatorialidad”, desde luego, es cultural, casi conceptual; una perspectiva de la vida que revela la ambivalencia y relatividad de su mosaico geográfico… y de aquella famosa línea imaginaria que la atraviesa.
Imaginaria realidad
Es, desde luego, nuestra naturaleza la que primero revela la magia de este pequeño país. Tomemos la Costa ecuatoriana. Ahí no dominan los Andes. No podemos hablar del extremo frío de las altas cumbres, pues todo es calorcito tropical a las orillas del continente… Y existe, aún así, una “ambivalencia”; una confluencia de realidades opuestas.
Muchos ecuatorianos ni lo notan, pero es muy evidente para quien llega con los ojos abiertos. Y no importa lo superficial que sea el recorrido por nuestra región costera, te encuentras con las dos caras de su moneda tropical: una seca, cafecina, olorosa a palo santo; y una verde y húmeda, arcoíris de vida silvestre, que la contrarresta.

En términos ecológicos, las llamamos “biorregiones”. Al sur, está la biorregión de Tumbes. Al norte, la del Chocó. Ningún otro país cuenta con ambas. Solo Ecuador. Fueron creadas a raíz de otra confluencia de extremos que no ocurre en tierra, sino en nuestros mares equinocciales: el encuentro de corrientes tanto cálidas como frías bañando la costanera; algo, de nuevo, singular de nuestras costas ecuatorianas. Estas corrientes influencian el clima; secan la biorregión tumbesina (desde donde llega la corriente de Humboldt); llenan de precipitación y reverdecen la biorregión del Chocó al norte (gracias a la cálida corriente de Panamá).
En los Andes, otra curiosa división se produce entre los “hemisferios” de este Ecuador. Un mundo movedizo en su interior, lleno de fuego, que concentra el mayor número de volcanes en el lado norte de nuestro país; y otro Andes en su “hemisferio” sur, lleno de arrugas fijas, donde lo volcánico deja de ser el caldero levanta-montañas del costado superior de nuestro mapa.
Son dos ejemplos. Pero hay más. Muchos “ecuadores” —líneas divisorias— que triangulan por sobre el marco geográfico y cultural del país y lo dividen en idiomas, acentos, comunidades de flora y fauna, costumbres, vestimentas; todos distintos, todos, hasta podría decirse, contrarios; micro-choques de naciones dentro de una nación que por más pequeña que luzca en un mapa, parece no tener fin dentro de su marco real.
La cultura ecuatoriana —de metáfora “ecuatorial”— también está regida por estas divisiones. Es, en realidad, un reflejo de la nación de naciones por excelencia. El ecuatoriano es el cúmulo de sus viajes a todos los países de su propio país. Está acostumbrado a cruzar estas líneas imaginarias todo el tiempo, líneas imaginarias que de pronto se convierten reales. Es cosa de todos los días pasar a lugares que ni viven la vida ni ven el mundo como antes de cruzar su frontera. Cuán diferentes son nuestra Guayaquil de nuestra Quito. Nuestra Tena de nuestra Machalilla. Nuestra Esmeraldas de nuestra Santa Elena. Nuestra Loja de nuestra Lago Agrio.

Sin tener que tomar aviones durante horas… a veces a lomo de caballo; en auto; en bicicleta… caminando… uno va cruzando las líneas divisorias de nuestros diversos mundos como quien cruza portales mágicos en Harry Potter o llega a nuevos planetas en las Guerras de las Galaxias.
La línea imaginaria que se vuelve real, ese es nuestro Ecuador con mayúscula. Estamos expuestos a tal estado de personalidad múltiple que todo es nuevo y distinto, pero lleva el mismo nombre…. No hay otra nacionalidad que pueda decir lo mismo. Nadie es todo un planeta como nosotros; un mundo que compagina lo distinto de sus múltiples hemisferios en cada trayecto, con toda la inquietante extrañeza de estar frente a otro sin saberlo. Y esa realidad ecuatorial, por más imaginaria que parezca, es nuestra más imponderable distinción.