Latacunga, la ciudad de los Mashcas

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Texto: Ana Cristina Espinosa

Conduciendo por la carretera que empuja – como vertiente de progreso, con todo y ocho carriles – su asfalto por entre los dos grandes ramales de la cordillera andina, divisamos al oriente, como escolta indiferente, el glorioso Cotopaxi, más orgulloso que nunca, posando galante como el volcán activo más alto del mundo. Poco despúes, aparecen las señalizaciones que avisan a gritos la llegada a la capital de la provincia. Latacunga, LATACUNGA… debe ser un lugar importante.

Latacunga es una ciudad legendaria. El taita Cotopaxi fue testigo de su nacimiento. Y por ello nos dicen que el volcán decidió protegerla contra todo, incluso él mismo. No por nada la ciudad sigue entre nosotros, a pesar de haber sido testigo de múltiples y feroces erupciones. El Cotopaxi es su defensor: en vez de amedrentarla con el estruendo volcánico, la arrulla; en vez de enfriarla con sus nieves, la cobija del frío y le regala, en su abundante generosidad, cuatro caudalosos ríos para su sustento. ¿De qué otra manera explicamos que Latacunga siga siendo la segunda ciudad con más edificaciones coloniales, preservadas y en buen estado, del país? Uno podría tranquilamente pasearse por Latacunga con un mapa dibujado hace siglos y no perder su camino.

Su ambiente alegre y familiar revela riqueza intelectual, histórica y cultural. Tal razón la llevó a ser declarada, en 1982, Patrimonio Cultural del Estado. La inunda una hibridez entre lo nuevo y lo antiguo que ha puesto su sello de identidad y ha enraizado sus cimientos, desde su breve asentamiento inca y la posterior colonización europea de latifundios y obrajes hasta la expansión urbana de las últimas décadas. Sus “pasajes”, ínfimas callejas adoquinadas y llenas de historia, son hoy motivo de orgullo local, e invitan a que el curioso se deje llevar por sus vericuetos, una ventana indiscutible hacia la ya lejana colonia que sorprende a quien decida deambular por sus calles. Durante la época colonial, Tacunga, que proviene del quichua llactaca cunani (“te encargo mi tierra”), fue un punto estratégico y esencial de producción agrícola de papas, cebada, maíz y trigo. Tal era su reputación que incluso hoy se les conoce popularmente a los latacungueños como mashcas (del kichwa, machka o máchica, harina de cebada tostada).

Algo característico de la ciudad son sus múltiples puntos de acceso. Cada salida o entrada está conectada para lograr una disposición urbana de damero, típica de las ciudades coloniales españolas. Su punto central es el Parque Vicente León, corazón del Centro Histórico. Un lugar que invita a pasar el tiempo sintiendo la brisa de las altas montañas que la rodean, se destaca por su aire colonial y un singular sentido de espacio difícil de hallar en otras plazas del país, y lleva el nombre de quien engalana su monumento central, un ilustre personaje del siglo XVIII que, además de desempeñar cargos políticos y económicos importantes, fundó el colegio cercano. En el mismo, se instruyeron destacados personajes del país, e incluso de Latinoamérica, (entre ellos, tres presidentes). Alrededor están las edificaciones fundamentales de la ciudad. El imponente Palacio Municipal inspira asombro al ser la única edificación en el mundo construida y tallada en piedra pómez con un detalle semejante. En otra esquina, con esplendor, se erige la elegante Catedral.

Muchas iglesias

A lo largo de los siglos fueron asentándose las órdenes religiosas que fueron construyendo sus respectivos templos de culto. Tal concentración es evidencia, quizás, de una presencia (e influencia) nativa importante en la zona al momento de la llegada de los españoles. Ya elaborados los planos de la ciudad, que antecede, incluso, a la fundación de Quito, se establecieron puntos estratégicos: primero para los franciscanos y agustinos, quienes levantaron sus iglesias de San Agustín, San Felipe y la propia San Francisco, cuya fachada de piedra revela sus años, una de las edificaciones españolas más antiguas del país. Posteriormente desempacaron maletas los jesuitas, mercedarios, dominicos y Carmelitas Descalzas, viendo luego la construcción de sus iglesias.

La fe caracteriza a estos emblemáticos edificios, ya que, a pesar de los constantes movimientos telúricos y erupciones volcánicas que han azotado la región, aún permanecen en pie, presumiendo con orgullo sus cicatrices. La Iglesia de Santo Domingo, además de su pintura y tallado excepcional en pan de oro, fue donde se produjo el Primer Grito de Independencia de Latacunga (si puedes ingresar a sus patios, no dudes en asomarte). Ya fuera del casco urbano, está la imponente Iglesia de San Sebastián, que llama la atención por su amplia plaza, que, los sábados, se convierte en una gran feria, y que en otros momentos de la semana, cimienta la profunda tranquilidad de su pintoresco barrio. La Iglesia de La Merced, por su parte, honra, con su llamativo cieloraso turquesa, a la añorada Virgen de las Mercedes, patrona de los volcanes, de particular apego entre los fieles de la ciudad, pues fue Ella la que guareció a la población de erupciones devastadoras. A raíz de esta creencia, cada septiembre se celebra la emblemática fiesta de la Mama Negra.

Talento y sabor

Latacunga está llena de sitios para comer chugchucara y para probar el tradicional bocado de queso de hoja con allullas. Además, puedes visitar el Pasaje de Santa Teresa, donde existen diversos sitios de comida, cafeterías y lugares de diversión. O por qué no, el Mercado del Salto, una feria diaria a todo color que ofrece, aparte de tejidos, comida y productos de todo tipo, esa esencia latacungueña al subir al segundo piso, en el puesto esquinero, donde podrás servirte unas deliciosas tortillas de palo y la típica bebida de la zona, el chaguarmishque (una miel natural extraída del penco, o agave).

Importante también es la riqueza artesanal que, desde la antigüedad, ha sido herencia de talento y dedicación en sus habitantes. La Avenida Panamericana en dirección a Salcedo nos lleva a algunos de los cuales más memoria se conserva. Antes de salir de la ciudad, en el sector El Niágara, yacen discretamente unas casitas con techos de tejas, que exhiben canastos en la vereda. Las artesanas, entre ellas Fabiola y Blanca, atienden amablemente a quienes vienen a contemplar sus obras. Su mercado, aunque pequeño, es encantador. Explican los materiales que utilizan mientras se ponen a tejer una canasta con carrizo que esperan terminar en media hora. Dentro de sus talleres, se exhibe toda clase de objetos: bolsos hechos con mocora (una especie de mimbre), esteras hechas de totora, vasijas de cerámica, utensilios de batea e incluso el famoso mortero hecho de piedra de agua. Son piezas que merecen pertenecer a la colección de joyas artesanales de nuestro país.

No te puedes perder

Casa de los Marqueses de Miraflores: Llena de misterio y encanto, esta casa ubicada cerca del Pasaje de Santa Teresa está en pie por más de 250 años.

Museo de la Casa de la Cultura / Molinos de Monserrat: El molino, edificado en el siglo XVIII por los jesuitas, sirvió de sustento agrícola para la ciudad, construido frente a los ríos Cutuchi y Yanayacu… cruza un puente al Museo (con una variada colección de piezas prehispánicas, folklóricas y de arte popular)

Parque Ignacio Flores: Un parque con un lago en la mitad, ideal para una caminata tranquila.

Y no dejes de pedirte un sánduche papeado en El Gringo y la Gorda, en el pintoresco Pasaje Tovar al frente de la Plaza Vicente León.

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