Fotografías por: Jorge Vinueza
Las velas encendidas son el preámbulo. Una devota se santigua frente a la imagen del Señor de la Justicia, que muestra las laceraciones propias de la época colonial, al estilo de Sangurima. Afuera, el bullicio de la Plaza Roja parece perderse. El torno azul, que se mueve como las aspas de un lento molino, es la única posibilidad de comunicación de las monjas conceptas del claustro de Riobamba con el mundo.
“Ave María purísima”, dice el visitante. “Sin pecado concebida”, responde una voz desde adentro, con una fórmula antigua (“ave” viene del latín, utilizado por los romanos y que significa “estar bien”, los católicos añadieron el resto). Después de un breve tiempo aparece la abadesa: Bernardita de la Inmaculada Concepción Echeverría, quien en 1957, con una dote de 5000 sucres, entró a este recinto francisca- no, fundado originariamente en 1498 por Beatriz Silva y Meneses, en la laberíntica ciudad de Toledo. Se sabe que, tras cruzar el mar, las religiosas se establecieron en Riobamba en 1605. Pasado el terremoto de 1797, en medio de los escombros, sobrevivieron 12 monjas quienes fueron llevadas a Quito y después de dos años regresaron en peregrinación.
Hay que tener una amistad especial con sus moradoras para acceder a este espacio de paz porque, obviamente, como sitio de clausura no se aceptan turistas, sin embargo, el Museo de las Conceptas, anexo al convento, es el sitio ideal para conocer su historia. Al franquear un pequeño vestíbulo, aparece sor Jacinta María de San Antonio Velasteguí con una sonrisa afable, seguida por una religiosa experta en gelatina de pichón, una de las pócimas que expenden, junto con aguas medicinales. Además, aceptan peticiones que la gente deja en pequeños papeles por considerar que sus oraciones son más efectivas.
Aunque desde afuera se pensara que las monjas viven en una perpetua penitencia, ellas –al haber elegido esta condición- aseguran vivir felices. Hay una frase en una pared que lo re- cuerda: “La rejas no están para que nosotros salgamos sino para que ustedes no entren”. En el interior, hay alboroto porque un ternero bayo, de pocas semanas, ha decidido acercar- se al huerto de coles, justo en la parcela San Francisco; cada hermana tiene designado su lugar de cultivo. La madre del becerro, recién enterrada en el jardín, murió en el parto y por eso el animalillo parece asustado. Muy cerca, se encuentra un pavo real que, a esas horas de la mañana, no se preocupa por los patos dóciles que se acercan a un estanque. Un perro faldero sigue a la abadesa.
Ahora, en el convento, habitan 15 monjas de trajes azules que conservan la disciplina de antaño. Se levantan a las 4:30 y a las 5:00 inician el día con doce avemarías. A las 5:30, separadas por unas rejas verdes, reciben la misa. Atrás han dejado dos pianos de media cola porque ahora tienen un sintetizador que continúa tocando música sacra. Después de arreglar las celdas, como se llaman sus dormitorios, están listas para el desayuno de las 8:00. De allí, unas a las labores agrícolas y otras a las labores manuales. A las 11:00 es el almuerzo que, siguiendo las enseñanzas de Carlota de la Santísima Trinidad Cisneros, es frugal: una sopa de legumbres y arroz, pero solo los lunes, miércoles y viernes, con productos andinos. De allí, el rezo de la Corona Seráfica y más labores, hasta que estas mujeres se van a dormir. Su vida, como en la época medieval, está regida por las “horas canónicas” de los monasterios: maitines, laudes, prima, tercia, sexta, nona… completas. La noche cae. Afuera, el mundo, sigue su vértigo.
El esplendor colonial
En la época colonial, se reunieron los potentados de Riobamba para arreglar una afrenta. Siglos antes, un luterano –en verdad se llamaba Sibelius Luter- había intentado profanar el templo. Le cortaron la cabeza y, más tarde, ese emblema más dos espadas fueron incorporados al escudo de la ciudad. Pero no era suficiente. En 1705 estaba lista una de las custodias más impresionantes de la región, ofrecida como desagravio por aquel “atentado contra la Sagrada Hostia en la fiesta de San Pedro Apóstol”. Era de oro y plata, la habían hecho tres indios artesanos, pesaba 80 libras, medía un metro y tenía 3.500 piezas preciosas, entre las que se destacaban las esmeraldas. Era el orgullo del Museo de las Conceptas de Riobamba, a tal punto que causó polémica cuando el Obispo de los Indios, Monseñor Leonidas Proaño, sugirió venderla para solventar las obras pías. Fue robada en 2007 y convertida en piezas.
Este es un preámbulo más para entender este lugar en las calles Argentinos y Colón. También lo es el torno de las monjas que venden ungüentos, cremas o tónicos para todo mal y sufrimiento; el torno está custodiado por el cuadro del Señor de la Justicia, ante el cual decenas de riobambeños se arrodillan. El museo en sí, en sus 14 salas, presenta una panorámica del esplendor de la urbe devasta- da por el terremoto de 1797. Con más de 200 objetos, el recorrido inicia al contemplar el piso construido con huesos de carnero, ordenados simétricamente. En las salas se reparten las colecciones de ornamentos religiosos, mobiliario, vida cotidiana, orfebrería y platería hispanoamericana. Mucho del arte proviene de la llamada Escuela Quiteña, como el manto y cetro de la Virgen de Sicalpa, así como la escultura de la Virgen que, según se sabe, habría sido realizada por el imaginero toledano Diego de Robles, el mismo que elaboró las imágenes milagrosas de El Quinche, El Cisne y Guápulo.
Es quizás la recreación de la celda de una monja, con su jofaina y su sencillez, la que más impacta. En medio de una arquitectura sobria, de paredones de adobe y bahareque, el viajero contempla el pasado que dialoga con el presente. Y más, como si se tratara de competir con las reliquias medievales, una pintura del mismísimo San Lucas recuerda a Constantinopla antes de que la arrasaran los turcos.