Texto: Ilan Greenfield
Fotografía: Jorge Vinueza, Juan Pablo Verdesoto, Yolanda Escobar
Dos veces al año, los chagras del sur de Quito participan en un rodeo de ganado bravo para clasificar e identificar las manadas. Ñan envió a su equipo armado en ponchos para ser testigo de la gesta.
Ni bien nacido, el chagra fue envuelto en cobijas y llevado a caballo a través de los pajonales del Cotopaxi. Protegido, sí, de las bofetadas del viento, pero sintiendo en sus huesos el escurridizo aire de los nevados andinos, el chagra conoció en carne propia y desde su más profundo instinto, el espíritu de la tierra agreste que lo vio nacer.
A los 10 años, ya manipulaba el lazo y cabalgaba respetuosamente, reconociendo los pasos del caballo, interiorizando los movimientos de su padre, que montaba adelante.
Ser chagra es bastante más que un modo de vida: es llevar el páramo adentro.
En el alma de los chagras
En un pliegue entre las faldas de los volcanes Rumiñahui y Cotopaxi se realiza, dos veces al año, el rodeo de la Hacienda El Porvenir. En este panorámico paraje —solo una pequeña parte de lo que alguna vez fuera, en épocas de la colonia, más de 100 mil hectáreas de propiedad jesuita— son bienvenidos quienes conforman la identidad rural del área de Machachi: los llamados chagras ecuatorianos, los vaqueros de nuestros Andes.
Ser chagra es bastante más que un modo de vida: es llevar el páramo adentro.
Desembocan aquí silencios de meses en la remota montaña, el medio año de introspección que caracteriza al hombre del pajonal. El rodeo viene a ser ese pequeño gran paréntesis, ese momento de regocijo y reunión, ese feliz encuentro de vidas encumbradas por borrascas, ventiscas e innumerables cabalgatas solitarias.
Quizás no haya lugar que mejor identifique al chagra y su trabajo —y es muy probable que no exista un evento más representativo de su idiosincrasia— por lo menos eso es lo que uno siente cuando es testigo del rodeo de hacienda allá en los páramos indómitos de El Porvenir.
Casi mítico
El chagra traza parte de su estirpe al imaginario inca: un labriego de cultivos, un arriero, un hombre de campo. La llegada de los españoles haría de este personaje necesario para la producción colonial, enfocando su atención y destrezas hacia la ganadería.
Fueron, sin duda, los jesuitas quienes primero trajeron ganado bravo, quizás siendo la propia hacienda El Porvenir, en 1586 —entonces parte de la gran hacienda jesuítica El Pedregal— la primera en tener ganado bravo en todo el territorio ecuatoriano. Somos testigos de un legado de centurias.
En su estancia quieta de la montaña, empieza por ajustarse los zamarros, que protegen sus piernas de heridas, frío y lluvia. El más orgulloso los viste de piel de chivo, con una pelambre más larga y un estilo más elegante.
No anda sin bufanda, con la que se tapa la cara hasta los ojos en granizadas. Acumula varias capas de abrigos que preceden el poncho de lana tradicional (hoy también llevan un impermeable sintético para la lluvia).
Se coloca, entonces, las espuelas, pues por más fiable que sea su caballo, las reacciones deben ser inmediatas en el campo. Un sombrero clásico da identidad y protege del sol equinoccial. Luego, continúa el rito sobre el caballo, con una montura perfeccionada, almohadillada con un pellón para las más de siete horas sobre el caballo, ajustando la pechera, corrigiendo la retranca, asegurando estabilidad frente a la irregularidad del páramo.
El chagra traza parte de su estirpe al imaginario inca: un labriego de cultivos, un arriero, un hombre de campo
Nos cuentan que hasta “maestros de equitación salen espantados” por ser tan difíciles las subidas y bajadas de este ecosistema. Algunos dicen que “la simbiosis del hombre, animal y bestia” ha cuajado una vez que se haya vestido y preparado el chagra. Y ahora, nuestro chagra está listo. Se monta en su caballo y gana camino.
Un rodeo se prepara
En Hacienda El Porvenir espera el patrón, junto a su mayordomo, quienes impartirán las reglas de la semana de labores, acompañados de los mejores, más hábiles chagras: decididos, caballeros, obedientes, que saben el desafío y responsabilidad de su misión.
Advertencia: los chagras de menor grado y novatos que jamás han estado en este evento cúspide del calendario ganadero, quienes quieren probar su valía, acaso aprender de los mejores, deben solicitar su participación de antemano.
El mayordomo y el patrón se alejan primero, viajando hasta los últimos linderos del terreno, mientras que pequeños grupos se desplazan hasta las paradas, los sitios estratégicos. El trayecto irregular obliga a una cabalgata mesurada, a andar “a pasito de páramo”, silbando, pues el silbido ahuyenta los malos aires y atrae a las musas.
Ya marcado el territorio, el mayordomo, generalmente un chagra de gran experiencia, o casi una leyenda como el caso de don Manuel Changoluisa, desenfunda los gritos que dan inicio a la jornada.
Otro encuentro con los chagras de la zona es el rodeo de El Tambo —que sucede tres veces al año— y es otro momento de gran autenticidad, durante el cual se convive durante varios días en chozas en medio de música, comida y toda aquella cultura ganadera de alta montaña. Cuando tengamos una oportunidad, volveremos al Cotopaxi para vivirlo de cerca…
Que empiece el show
Chagras a través de la hacienda van arriando becerros, vacas y toros que han pastado en libertad durante meses, recogiéndolos de quebradas, sacándolos de arrabales, haciendo gala, siempre, de sus sorprendentes facultades sobre el caballo, con el lazo, sometiendo a las bestias bravías y guiándolas hacia el punto de encuentro del rodeo, los corrales que por ahora yacen a distancia.
A medida que pasan las horas y se van dominando a las reses, el cerco de chagras —o la “bomba”— se va angostando, siempre asegurándose de conducir al ganado hacia delante. Este trabajo se vuelve más y más preciso a medida que se reduce la bomba, llegando a una suerte de trance colectivo de altísima concentración por parte de cada participante del rodeo frente a una enorme marea de cuernos (miles) que prosigue hacia delante.
Ya en las últimas instancias cualquier falta de sincronía podría provocar la dispersión, malogrando todo lo conseguido hasta ese punto: un día entero de trabajo.
El fin es hacer el inventario de la Hacienda, identificar y marcar a los animales. Se los divide a través de canales, o “mangas”, construidos rústicamente, un encuentro crudo entre el hombre y la bestia que suele impresionar a quienes lo presencian por primera vez.
El rodeo entonces termina en fiesta, celebración del exitoso resultado. A diferencia de otros eventos de importancia cultural, como el Paseo del Chagra que se lleva a cabo en diversos poblados de la zona, el rodeo no es tanto una festividad como lo es una actividad central y auténtica de su trabajo y vida.
Si bien es uno de los momentos de mayor algarabía en el austero devenir de este personaje emblemático, es también una mirada hacia su razón de ser, el momento que reúne sus mejores atributos de instinto, organización, capacidad, técnica, resistencia y arte para realizar la tarea más importante del año: la tarea épica.