La Chola Cuencana, con mayúsculas

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Sin duda, uno siente que Cuenca no sería lo mismo sin ellas. Verlas caminando de un lugar a otro de la ciudad, sobrando colores de sus prendas ondulantes, esto, en cualquier otro rincón del mundo moderno sería comprendido como un intento de marcar paso en la moda. Aquí en Cuenca, es la norma.

Sentadas frente
 a las iglesias vendiendo sus empanadas al feligrés o pasajero transeúnte, acaso rodeadas de olorosos ramos en la Plaza Carmelita, golpeando espaldas de mujeres afligidas con un hato de ramas durante una limpia en el mercado, sirviendo mote pillo desde una ventana de adobe, hablando por celular, llamadas por cobrar a Nueva York, a sus maridos migrantes que no han visto en cinco años, quizás en una década… aparte de su ubicuidad, las Cholas Cuencanas lucen siempre ocupadas; su trajinar parece ser la razón por la cual funciona todo.

Foto: Jorge Vinueza.

¿Quiénes son ellas, que tanta prisa tienen, que tanto gestionan, que tanto urden? Si bien existen «cholas» a través del continente, la de Cuenca es notable. La vestimenta que guarda hoy en día como parte de su legado la diferencia de todas las mujeres de Cuenca y del país.

Lleva un sombrero de alas cortas y cintillo negro que manda a limpiar con regularidad en almacenes concebidos exclusivamente para dicho fin (visítalos en la Calle Condamine), donde pagará hasta tres dólares para verse presentable de la cabeza hasta los pies. Las dos largas trenzas de su cabello azabache pueden llegar, incluso, debajo de la cintura.

Fotografía: Yolanda Escobar.

Sus polleras de vistosos colores son dos: una interna con franjas bordadas (el llamado ‘centro’) y una más sobria por fuera, conocida también como el bolsicón. Le cubren los hombros macanas anudadas. Medialunas, o candongas, bañadas en oro
o plata, cuelgan de los lóbulos de sus orejas. Sus blusas llevan encajes y vuelos típicos… Cada ícono de su vestimenta un trabajo de esmero y dedicación. Y un guiño a un pasado remoto.

Es difícil dilucidar con precisión de donde viene cada componente. Si bien evocan la vestimentas indígena de hace medio milenio, se cree principalmente que se desarrolló durante la colonia. Existen textos de la época que describen una evidente comunión entre «anacos» de origen local y «polleras de Castilla».

Por otro lado, el ineludible sombrero de paja toquilla es un añadido mucho más reciente. Aquel ingrediente de mezcla o mestizaje en su vestir va a la
par con la figura en sí, y con su «gentilicio», por así llamarlo. Pues la Chola Cuencana, de cierta forma, ha «mayusculizado» esta identidad, reivindicando su mestizaje, elevándolo a nuevas categorías.

Cuidar esta apariencia se ha convertido en toda
una hazaña económica. El atuendo entero puede rebasar los mil dólares, dependiendo de la calidad y detalle de cada pieza, y ello causa que la costumbre pierda su rigor. Algunas cholas visten macanas de mayor atavío, otras ya no usan la macana o visten prendas cosidas a máquina. Es hoy, por ejemplo, muy raro encontrar lligllas —una chalina forrada
en lentejuelas— bordadas a mano. Son prácticas poco rentables para quienes las confeccionan, e inaccesibles dado el sustento agrícola de quienes las compran.

Esta realidad campesina, por otro lado, ata los cabos de su raigambre e identidad. La chola, sin duda, conoce bien los frutos de la tierra, las hierbas medicinales, las temporadas de cosecha. Pero es conocida, a su vez, por los traslados diarios desde sus hogares rurales donde vive, hasta la gran ciudad, a la que llega con sus canastos de productos propios para tomarse parques, plazas, aceras y calles… su territorio por extensión. Pues uno no deja de sentir que Cuenca, la gran urbe del austro, es también algo muy suyo.

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