Por: Ilán Greenfield
Fotos: Jorge Vinueza
Una de las experiencias más especiales de comer en Ecuador es descubrir una gastronomía completamente única, resultado de un mestizaje inesperado que se cocina desde antes de la llegada de los españoles hasta nuestros días. Experimentar este legado de inventiva es quizás la primera razón para apasionarse de nuestra comida… pero no es, de lejos, la única…
Es un cuenco de barro hirviendo. Un espeso color maní con mariscos, cocido en un hueco en la tierra… Estamos en algún punto entre las provincias de Esmeraldas y Manabí, entre la Era de Bronce y la Conquista, en algún punto entre la cazuela y el viche.
Antiguas excavaciones revelan los restos de un camarón de río descomunal, prehistórico, en estos cuencos partidos por el tiempo.
Podrías aún hallar estos restos. No tendrías, siquiera, que ser arqueólogo. Se encuentran enterrados en playas, como debajo del cementerio de Estero de Plátano, donde todos los días la marea desprende pedazos de antiguos recipientes precolombinos de la arena. Afloran de la tierra cuando se ensanchan carreteras. Son, es cierto, ejemplo de la gran estética de nuestros pueblos antiguos. Pero son también fósiles de una receta.
El viche, como toda la comida ecuatoriana, es la conversación de miles de cocineras a través de la historia, un plato que mezcla mariscos frescos, zapallo, maíz, granos, habas manabas cultivadas desde que el ser humano cosecha en estas tierras, maní… y, muy importante, pequeñas bolitas de verde deliciosamente embarradas en refrito. La cazuela de mariscos, por su parte, es también una espesura color maní que, aún hoy, se cocina en un cuenco de barro.
Se maja el verde «dominico» incansablemente hasta que se logra disolver en agua (hoy, nos ahorramos horas de trabajo con la licuadora), la que luego se hierve en un sistemático proceso de añadir agua y dejar hervir hasta que, nuevamente, se llegue a la consistencia exacta. Como el risotto al dente para el chef italiano, la consistencia de la cazuela es cuestión de distinguir el delicado contorno de la perfección.
Nadie comparte con nosotros nada ni remotamente parecido a estas recetas. Son un reflejo, como tantos, de nuestra histórica inventiva al momento de cocinar.
¿Sabían que para hacer el popular seco, hay que, ante todo, antes siquiera de picar la cebolla, hacer una reducción de pimentón verde? Se cocina el pimentón licuado en agua hasta que la esencia del vegetal se concentre y después, imaginen el invento, se añade naranjilla (una fruta endémica de Ecuador y Colombia, que no sabe nada a una naranja), ají dulce molido y cerveza. Algunos dicen que el “seco” era el plato después del “mojado”, es decir, la sopa. Otros aducen que se popularizó el término en Ancón, donde residían muchos ingleses y pedían el second, el plato que venía después del first. Pero nada de ello explica por qué algo genérico, sinónimo de “plato fuerte”, pudiera contar con una receta tan específica. Que además se sirve, indistintamente, con aguacate, maduro y arroz amarillo (arroz cocinado en achiote). ¿Fue el invento de una cocinera o de un comedero de playa el que se hizo viral?
En los Andes, el ají de carne es igualmente sorpresivo, con una base de maqueño (plátano dulce) cocinado en achiote, cebolla, papas y maní. Es una receta que se está perdiendo, pero que impresiona cuando lo pruebas, tantos sabores en un solo bocado. Y ello sin mencionar los locros (servidos con queso y aguacate), la colada morada o la fanesca, recetas muy vivas hoy sobre las cuales tanto hemos hablado en Ñan.
Uno se encuentra siempre con recetas muy elaboradas, que requieren de una dedicación totalmente incongruente con las épocas de estrés y urgencia en las que vivimos. Las señoras que llegan a la plaza pueden cocinar un hornado durante diez horas. Para hacer allullas en Latacunga, los dueños de las panaderías empiezan el trabajo a las 3 de la mañana. La fanesca toma varios días: uno entero sólo para preparar los granos, el primer paso de la receta. Los higos con queso: dos días sólo para remojar las frutas (un día crudas, otro día hervidas en agua).
El invento aquí no es sinónimo de experimentación, fusión o vanguardia. La inventiva en nuestro país está más del lado del resultado que del proceso.
Nuestra gastronomía ha alcanzado tal madurez que inventar podría parecer, de hecho, bastante sencillo. Las bases están bien sentadas. Un minero en Zaruma puede desmenuzar el bolón, ponerle huevos y queso, y nace así el tigrillo, que se ha convertido en uno de los platos preferidos a kilómetros de distancia en Guayaquil, motivo por el cual el conocido Café de Tere llena sus dos locales todos los fines de semana.
Es el caso también del ceviche Jipijapa, que todo el mundo comenta como si se tratara de una variación que este pueblecito viene preparando desde hace un siglo, pero que apenas nació hace treinta años, cuando una familia hizo lo obvio en tierra que no come nada sin maní… Hay que decirlo: sorprende que nadie hubiera pensado en esto antes, que en la historia de Manabí el único plato sin maní fuera uno de los platos más emblemáticos de la provincia: el ceviche.
Hoy, hasta los restaurantes de autor hacen su versión Jipijapa, con su salsa de maní más o menos refinada, lo que no revela sino la misma inspiración que el de la señora emponchada a la que se le ocurrió confabular un cevichocho o el amazónico que se lanzó por un ceviche de palmitos o uno de hongos, los que ahora se han vuelto tan representativos de sus respectivas regiones… Son platos que aparecen y que fuerzan a los cocineros que no los inventaron a estar atados por siempre a la receta.
El éxito o no de cada plato, por supuesto, está en la aceptación de la gente. Ahí está lo difícil. Debe pasar la prueba “ecuatoriana”, y en ello todos los ecuatorianos somos partícipes, pues somos quienes los acepta y los asimila y, en muy poco tiempo, los ancla al gran historial de la variadísima cocina popular que muy al margen de los autores sorprende siempre por su creatividad colectiva.