Robert Bleiweiss recuerda —en algún momento de los 1990— haberse encontrado con personas que realizaban estudios de impacto ambiental en los alrededores de la Cascada de San Rafael. El motivo: una hidroeléctrica que le interesaba al gobierno de la época. “¿Una hidroeléctrica?”, pensó Robert. Impactar la cascada más grande de nuestra Amazonía, uno de los emblemas naturales del país… “¡qué pena!”, pensó. Era, por supuesto, hace mucho tiempo, cuando a pocos les interesaba, como a él, proteger la naturaleza.
La historia detrás del interés gubernamental por esta cascada en particular puede remontarse a los años 1950, cuando un ingeniero americano de apellido Sinclair se paseó por nuestra Amazonía y al ver las muchas cascadas que se formaban por toda la base de los Andes orientales, declaró el gran potencial hidroeléctrico del país. La Cascada de San Rafael era la fuente madre de esta posibilidad. Su poderosa melena de agua no tenía competencia. Y, aun así, décadas pasaron y nadie había puesto aun en marcha un proyecto hidroeléctrico en el lugar.
El estudio, desde luego, no iba a arrojar luz sobre los daños colaterales del proyecto hacia el medioambiente (esa casi nunca es la verdadera razón de quienes contratan este tipo de estudios), sino saber, más bien, qué daños podría el medioambiente infligir sobre el proyecto… al igual que saber si se generaría la electricidad necesaria para compensar la inversión. ¿El resultado? El mismo de un estudio ambiental anterior, realizado por otro gobierno, buscando conocer la misma factibilidad: que una hidroeléctrica en un lugar como la Cascada de San Rafael, por la inestabilidad de la geología y la posibilidad de que se empezara a llenar de sedimento, forzaría a un posible colapso. Mejor era dejarla en paz.

Claro, el paraje natural también habría sido impactado, pero eso no les importaba a aquellos gobiernos. Habrían aprovechado cualquier visto bueno de cualquier estudio ambiental con tal de que la empresa fuera medianamente provechosa. No lo era. Ni siquiera a mediano plazo. Por eso, la cascada más importante del país no había sido tocada y alguien como Robert podía disfrutar de su fenomenal naturaleza en toda tranquilidad.
Ahora, quizás te preguntes por qué existe hoy una hidroeléctrica en el lugar. Y es una buena pregunta. Pues sabemos bien por qué aquella hidroeléctrica no justificaba la inversión. La prueba de ello no podría ser más elocuente… y es para los libros: ni siquiera ha sido entregada en su totalidad y ya, de la cascada más poderosa de Ecuador, queda nada más que un mísero chorro. Y los problemas del terreno, la necesidad de remendar daños provocados por el medioambiente al proyecto siguen siendo noticia de cada día.
Robert, por coincidencias de la vida, fue invitado mucho más tarde, una vez que se hubiera inaugurado el famoso Coca Codo Sinclair, para ver el proyecto desde adentro. Todavía no estaban hablando de los cientos de millones de dólares de los que hablamos hoy, necesarios para proteger la represa. En esos días iniciales, solo meses después de haber terminado la infraestructura, ya había la necesidad de alterar los planos. Es una zona extremadamente compleja en su geología.
Una década nefasta para la naturaleza ecuatoriana
El proyecto fue un atentado del gobierno en contra de la naturaleza ecuatoriana y, en este caso, frente a este paraje natural en particular. Obviando varios estudios ambientales anteriores, se decidió seguir adelante con una hidroeléctrica que sólo cuatro años después de su creación revelaba grietas (para muchos, muy grandes) tanto físicas como intelectuales, en su estrategia como en su infraestructura y proyecciones a futuro.
No sólo ignoró la factibilidad de pérdidas del proyecto a causa de las realidades ambientales de su ubicación, presionó para que se sobre-explote, haciendo que los impactos (tanto hacia el ambiente como hacia el proyecto en sí) sean el doble de amenazantes.
Después, el gobierno forzó al país a retribuir a sus constructores -una empresa china- a pérdida, como lo reportó el New York Times. La cantidad de dinero que produjo, según el propio Rafael Correa —70 millones de dólares el año pasado, vendiendo energía a Colombia…– no es tan halagadora como se pretende que lo sea. Habría que ver si el riesgoso proyecto, cuando sea entregado en tres años, ofrezca las mismas ganancias.

Una estrategia de turismo eficiente (no como la millonaria ‘All You Need Is Ecuador’, que atrajo a menos turistas que un país como El Salvador), fácilmente habría solventado esa cantidad de dinero, utilizando la misma, hermosa melena amazónica de San Rafael para vender al país (curiosamente, como anticipándose al puntillazo de la daga, ésta, una estampa ecuatoriana, dejó de aparecer en las propagandas del Ministerio de Turismo).
Fue este gobierno, gobierno de Rafael Correa, el que fue elogiado por sus mociones ambientales, especialmente a raíz de la famosa Constitución de 2008, la primera en el mundo en otorgar derechos a la naturaleza. Los animales y las plantas, sin duda, no pudieron aplaudir la moción cuando fue impresa (ni tampoco pudieron quejarse cuando, con toda osadía, fue desacatada una y otra vez durante su mandato).
Durante sus dos reelecciones y a través del presente término de Lenín Moreno, se han dado las tasas anuales de deforestación (0,7% de destrucción anual) más altas de toda Suramérica, por encima incluso de Brasil (que cifra 0,2%). El récord ambiental de estos últimos gobiernos —los que con más fuerza han hablado de proteger la naturaleza– ha sido paupérrimo, abriendo paso a grandes proyectos de minería a cielo abierto, incluyendo el temerario Cóndor Mirador, que sin duda contaminará las aguas por kilómetros; no solo nuestras aguas, sino las de otros países también.
¿Estudios ambientales de todos estos proyectos? En esa época se prometía que estarían en línea para que el pueblo pudiera verlos… Lamentablemente, olvidaron publicarlos.
Mucho más de lo mismo
El maquillaje mediático promocional del gobierno pagó millones de dólares a estrellas de cine para denunciar los terribles males de todo quien vino antes, cuando los proyectos de extracción de recursos de la última década destripaban los bosques más vírgenes del país.
Se buscó hacer noticia plantando más de 600,000 árboles, mientras se concesionaban millones de hectáreas a compañías petroleras. Y ahora lo sabemos mejor que nunca, haciendo todo aquello para que se beneficien quienes manejan los contratos. Rafael Correa no inventó nada de esto. Ha sido el trajinar de toda política de explotación de la naturaleza, no sólo de este país, pero de todos los países.
Ahora imaginen la consternación cuando cayeron las torres gemelas. El golpe que dio ISIS cuando destruyó los restos milenarios de Mesopotamia en Iraq. Imaginen que alguien robara la Mona Lisa para que nadie nunca más la viera en vida ni le tomara la foto.
Recuerden la consternación y ansiedad que aquejó a Francia mientras se quemaba Notre Dame. Mientras tanto, en Ecuador, cada hectárea de bosque destruido merma la megadiversidad abrumante del país e interrumpe las conexiones ecológicas que permiten esa riqueza natural a sobrevivir. Pero estas acciones tienen el aval del gobierno para que siga ocurriendo.

Quedan menos de cien cóndores, ave nacional y símbolo patrio, en el territorio ecuatoriano, pero parece muy aceptable que mineras tajen montañas por la mitad y dejen desiertos en vez de cóndores.
Hemos perdido varios nevados: Cotopaxi es un pálido recuerdo de lo que era su enorme glaciar y uno ya puede imaginar al glorioso Chimborazo desnudo, con piedras marrones añorando su gloriosa copa de hielo. Cada hectárea de bosque que se ha destruido aporta a este retroceso.
Así tratamos a nuestros íconos. “Es solo una cascada. Es solo un ave. Es solo una montaña. Por más que figuren en nuestros escudos… que queden, por qué no, para el recuerdo”.
Quienes hemos visto la destrucción, quienes sabemos que las promesas de bienestar una vez provocadas las afrentas ambientales como estas son vacías, San Rafael quedará en nuestra memoria y será nuestro ejemplo ineludible.
Quien termina pagando somos nosotros. Miles de millones de dólares en infraestructura, incluidas aquellas torres de electricidad que destinan lo producido a Colombia, que es muy probable ni siquiera compensen la producción y, sobre todo, afean nuestros paisajes del norte del país, como la provincia de Imbabura, otro paraje recientemente elevado a icono gracias a la declaratoria de la UNESCO de Geoparque Mundial…
Una imagen vale mil palabras, dice el dicho. ¿Cuanto valdrá la foto actual de nuestra cascada de San Rafael? No mucho. Sería risible incluirla en nuestro post que buscan mostrar la gloriosa naturaleza de nuestro país. Preferimos recordar lo que fue aquella hermosa melena de agua cuando nadie osaba tocarla.