Historias detrás de un telón

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Los pasillos se encuentran vacíos y no hay casi nadie en los asientos. Las luces “están prendidas”; es decir, no iluminan a actores en particular, sino al teatro entero. Algunos corren por los retablos, otros descansan a un costado, otros aún están montados sobre una estructura metálica digna de una instalación de arte conceptual ubicada en la mitad del escenario.

Desde los asientos tapizados, Chía, directora artística del Teatro Sucre, pide que vuelvan a repetir la escena. Se dirige a un actor pidiendo que su voz sea más visceral. “Métele diafragma”, le grita. Algunos conversan y ríen hasta que les toque su turno. Otros respetan sus marcas. La voz de Chía, a través del micrófono por el cual emite sus órdenes, se nota apresurada. Sus ojos firmes, concentrada en pulir detalles… Y no es para menos. Estamos a días de estrenar una de las obras más taquilleras de Broadway: ahora le tocará al Teatro Sucre abrir su telón a Les Misérables, y todo tiene que estar perfecto.

“Ayer terminamos a las 4 am”, cuenta Chía, en un corre-corre de anticipación y premura. En el escenario, ya quitaron la estructura anterior y ahora tres filas de sillas acomodan a los actores. El director musical conduce a la orquesta debajo del escenario, pidiendo que cada intérprete suelte su vozarrón sobre el vaivén de los arcos violinistas. Se ponen de pie, su voz inflando los cimientos del espacio.

En febrero del 2015 se empezó a escoger el equipo creativo de esta producción nacional (todos los actores, a excepción de dos, son ecuatorianos). Chía dice que obtener los derechos de Los Miserables fue una casualidad. El inglés Cameron Mackintosh, productor de la obra, estuvo en el país y conoció el teatro. Algo revela, por supuesto, que cediera los derechos para que seamos el único país en el mundo con acceso a ellos ahora.

El ensayo con público

22 de junio, 2016. Mackintosh tenía razón: el Sucre se merece los más hermosos trajes, las más bellas canciones, las más asombrosas fanfarrias dramáticas. Los pasillos llenos a capacidad… Cuando las luces se apagaron y el silencio reinó en la sala, un telón centelleante se abrió sobre la primera escena de Los Miserables. Es difícil imaginar que años atrás ese teatro, hoy referente de cultura en el país, estaba destruido por décadas de fallidas restauraciones y una manutención insuficiente. El piso levantado, las paredes cuarteadas y ese telón desde donde músicos del calibre de Joss Stone y Morrissey se han presentado, se alquilaba al mejor postor, desde colegios a algún mago necesitado.

Hace unos quince años se cambió la historia de este hito nacional. Se restauró, se embelleció, y se empezaron a traer obras e intérpretes de importancia, dignos de quienes tocaron acá antes de que sucumbiera al olvido (como Andrés Segovia o Yascha Heifetz…). La nueva era trajo eventos culturales de renombre internacional, artistas celebrados y ahora la atemporal obra de Víctor Hugo. El bosquejo de los ensayos, ahora “producción final”, luce actores irreconocibles por su maquillaje, su precisión, su actitud. Su talento resuena por toda la sala y el ambiente se llena de lilas, rojos, verdes, azules. Valjean camina tan noble como siempre, Cosette con toda su dulzura y los Thénardier con su característica astucia hacen reír al público. “La cultura es lo que nos hace humanos. La hormiga produce, trabaja, come, duerme, se reproduce. El ser humano crea…” dice Chía. Lujo de hormiguero, nuestro teatro.

Fotografía: Jorge Vinueza

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