Por Ilán Greenfield / Fotografia: Juan Sebastián Rodríguez
No son de las que vienen hasta uno para hacerse retratar. Aquí, el fotógrafo debe pasar muchas pruebas para llegar a ellas; muchas pruebas para que ellas le permitan tomarle una foto en el rincón más íntimo de su cuerpo colosal: la cumbre.
“Se pone cada vez más difícil. Me tienen fichado los guardaparques…,” dice “El Chili”, Juan Sebastián Rodríguez. Su barba espesa y su flacura lo definen… uno lo imagina a zancadas por el pajonal, intentando sortear los visores de la autoridad. “Tengo que meterme por otras entradas, o pasar, escondido en una cochera por poco, en el auto de un amigo montañista para pasar el control y subirme la montaña,” creo que bromea. Lo que es indudable es que no es difícil identificarlo… Si lo agarran, lo detienen y lo sacan a patadas. ”En el Cotopaxi no me dejan. Saben mi nombre. Es que si no eres guía, no puedes hacer cumbre en los parques nacionales… eso desde hace un par de años ya no es permitido”. Lo irónico del caso, por supuesto, es que los mismos ministerios que han impulsado estas leyes, le compran las maravillosas fotos que toma.
No le interesa, por el momento, ser guía. No es su vocación de vida y no entiende por qué tendría que pasar por el proceso de “capacitación” para hacer algo que, en su mente, no tiene nada que ver con lo que hace. Escalar montañas y tomar fotos es otra actividad y su lógica no le permite concebir a las montañas protegidas como lugares inaccesibles: es decir, un amor prohibido para un amante confeso como él. Desde hace dos años, su pasión por las montañas dio un giro aún más profundo:
Chili quiere tomarle fotos a todas las cumbres del país
«Hasta llevo mi trípode,» dice, revelando el colmo de su dedicación (buenos trípodes son muy aparatosos al momento de cargarlos hacia la montaña). Avanza de a poco en este proyecto, haciendo cumbres distintas cada vez que puede. Hay montañas, por ejemplo, que por más que las haya visitado, no se han asomado todavía para poderlas retratar… como Sangay, que la ha visto de lejos pero nunca de cerca, o lo suficientemente cerca (por mal clima, principalmente) como para tomarle una foto digna de su belleza.Es difícil imaginarlo a Chili enjaulado entre vidrios y paredes con su terno de gerente. Un buen día, el día que cambió su vida, Chili lo dejó todo, sus corbatas, su estrés laboral y claro, su afeitadora, y nunca más volvió a sentarse en un escritorio con teléfono y fax. Se llevó la cámara que le regaló su papá y dejó su “sueldazo” en Nissan para entregarse a la montaña.
La llama que se había consumido en él marcando tarjeta durante tantos años, la recuperó al tocar la nieve, al apretar el botón de su cámara para captar la dicha de estar haciendo lo que más quería en el mundo.
Su padre le enseñó la fotografía sin dictarle ni una sola clase. Le entregó una Minolta X700 un día, cuando cumplió los 16, y Chili empezó a experimentar. Luego aprendería lo fantástico que era su padre tomando fotos, reveladas en un cuarto oscuro como se hacía en los viejos tiempos, dominando las técnicas que de alguna manera, lo vemos en estas páginas, Chili también ha heredado. Su cariño por la fotografía análoga es tan especial como su pasión por los glaciares.
“Esa noción de libertad que todos queremos sentir, para mí está muy arraigada a la montaña… superar mis límites, estar arriba, es increíble. Y después, es más allá de, ‘ya, lo hice’… porque una vez en la cumbre, lo que me interesa es la foto, llevar mi sentimiento, el lugar tan especial al que he llegado, a la gente abajo”.
“¿Y qué vas a hacer entonces?”, digo con un dejo de preocupación. “Lo bueno,” me dice: “es que estoy bien conectado con los montañistas… me llevo bien. Y me sumo a cualquier viaje… pero sí… qué voy a hacer es una buena pregunta… en esas estoy: viendo… viendo si saco algún permiso para que me dejen hacer lo que hago en paz…”