Fiesta popular

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Texto: Ilan Greenfield
Fotos: Jorge Vinueza

El paréntesis oficial del día a día, la invocación al pasado y, entre trances embriagados, un encontronazo con el presente, la entrada triunfal de la identidad en la era de la globalización, la fiesta popular sigue representando esa grieta en el calendario por donde se filtra lo inmemorial, lo insondable, lo intrazable, lo esencial; un Ecuador que trasciende patria, que regresa a la tierra, que olvida su nombre, que se detiene en sus marchas, que se emborracha, se engalana, baila, sufre, reinventa, ora, agradece y explota en mil camaretas.

Cuando una zuleteña piensa en sus sanjuanes, no existe límite a sus pensamientos. Gasta cantidades impensables en relación a su sueldo, pierde la concentración, sueña despierta, pide sus diez días de vacación. Y si no se lo dan, desaparecerá de todas formas de su mundo cotidiano para volver a su familia, a su tierra… se le tragará la memoria. Se sentará con su abuela, con su comadre, con sus hermanas; preparará su voz; estará lista para caminar de un lado a otro de su valle eterno cantando, zapateando, día y noche, azuzando a los bailarines con menjurjes de sus antepasados, con los secretos culinarios de un recetario sin palabras, con el vestido más colorido, el bordado más fino, la camisa más blanca. Su idioma, entre castellano y ancestral, su traje, entre andaluz y karanki, su ser, entre cielo y tierra, entre verdad y fantasía, entre diversión y significado, su fiesta… no la cambia por nada del mundo.

¿Es arte? ¿Es juego? ¿Es teatro? ¿Es rito? ¿Es de verdad?

¿Se convierten, de verdad, en diablo-umas? ¿Hasta qué punto son brujos los yumbos y madre naturaleza los sacha-runas…? O es un desfile de personajes para divertir a quienes los ven venir, envueltos en musgos, las caras cubiertas de lana, de espuma, de caretas, con sus sables de capitán y trajes de vaquero. ¿Son sólo un espectáculo para pasar el día que no se trabaja? ¿O el trabajo del día que se descansa? ¿Hasta qué punto es fiesta? ¿Hasta qué punto es sagrada?

Un año para prepararse

La fiesta no es un evento de un día, ni de una semana. Es un evento que se organiza el año entero. Si bien los priostes se encargan de administrar y ejecutar los eventos de celebración, cada participante debe ocuparse de los elementos que les corresponde: vestimentas, decoraciones, escenarios, comida. Castillos, panes, chicha, máscaras, trajes, ofrendas, colorido, ánimos y mucha energía que viene de cada cual y hacen la fiesta…

El mundo moderno ha empequeñecido al concepto mismo de la fiesta a la sala de una casa, a los oscuros recintos nocturnos de las zonas rosa, y ha simplificado el desfile y la procesión a un gigantismo sin símbolos ni prehistoria, de personajes de televisión, de globos y banderitas y disfraces de princesa… Pero Ecuador, en su estado contemporáneo de las cosas, mete la mano muy profundo en el armario de la memoria. Mientras Papá Noel, el Conejito de Pascua y los disfraces de Halloween ofrecen una perspectiva ya lejana de sus orígenes, la complejidad y el colorido de las fiestas populares ecuatorianas son verdaderas ventanas hacia los hitos humanos que nos dan motivo, desde siempre, de festejar: el reconocimiento de nuestros ciclos solares y lunares, el agradecimiento hacia nuestras cosechas, la oportunidad de comer, la oportunidad de olvidarlo todo y enfiestarnos con la noche, la gracia de vivir en el mejor de los mundos conocidos, este mundo que nos permite celebrar.

Y aun así, la fiesta popular es tanto más. Es muy de ahora, con sus DJs y sus fuegos artificiales. Todos lo viven profundamente en el presente, en esta era; no es un recalentado del folclor ni tampoco una artimaña turística para los extranjeros impresionables. Es, entre tantas cosas, el desfile de modas para elegir a la reina y, frente a todo obstáculo de los tradicionalistas, la dorada oportunidad para sacar a la calle el disfraz de Mickey o del Rey León. Es el momento de tocar la música que se ha ensayado desde pequeño, pero también de revelar el playlist de lo que pegó duro en las radios.

Es la hora de agradecer las cosechas y también pedir mejor suerte, más amor y más dinero a los espíritus traviesos.

Desde el momento en que los unos conquistaron a los otros y se subieron a los cetros de poder para prohibir todo lo que se hacía antes de su victoriosa llegada, la fiesta se convirtió en una máquina de tiempo, un acto de magia, y regresión colectiva, hacia el pasado, disfrazando lo pagano con baile, lo profano con rito, la burla con borrachera y la derrota con victoria. Porque por más que las intenten meter en sus cajitas de tradición, protegiendo su ortodoxia y protocolo, las fiestas populares son amebas escurridizas, infectadas de las impurezas del tiempo, prestas a trastocarse, a moldearse, a aceptar intrusos y aceptar el cambio. Es gracias a esta flexibilidad que han resistido tanto. Pues su propia esencia es la capacidad de que, hoy, podamos ver a Archidonas y Yumbos bailando con Niños Dioses y Papá Noel… Esta llamada confusión de identidad, esta personalidad múltiple de la fiesta, es el mecanismo de defensa que permite la armonía de las épocas, un contrapunto – acaso una polifonía – que garantiza que nuestro eterno tarareo de canciones tanto nuevas como viejas, nos transporte al origen con la certeza de que seguiremos celebrando, a través del tiempo, a pesar del tiempo, hasta el final.

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