Había una vez, en la ciudad de Quito, un auge de mandarinas. Provenían no sólo del pueblito de Perucho, sino de un pequeño lote de 1,600 árboles. Han pasado más de 50 años desde que Luis Alfredo Pavón los plantó.
¿Y por qué mandarinas? Es difícil saber si Luis Alfred, como lo llaman de cariño, cree en el destino o en su propia tenacidad. En la época, crecía aguacates, pero una epidemia estaba pronta a aniquilar la producción. Gracias a la sugerencia de un amigo, intercambió los árboles enfermos por semillas de mandarina y sin mirar atrás, las plantó todas.
La selección de las mejores mandarinas se hacen en familia.
En su plantación en plenos Andes crece papaya, café y banana. Es un poco como si quisiera jactarse de cuán dinámico es el clima que calienta su cerrito de mandarinas. El calor es veraniego, pero los vientos anuncian primavera. Aparentemente, puede crecer de todo. Y su casita “playera” en medio de las montañas sería el descanso predilecto de cualquier mortal.
Al recordar los buenos tiempos, evoca camiones repletos de fruta que abastecían las plazas de Quito de mandarinas. Su esposa, sin embargo, le recuerda realidades menos favorables, cuando se veían obligados a regresar a casa con las cajas llenas sin haber vendido ni una sola fruta. No ha sido fácil, pero la familia Pavón no se da por vencida. Ahora, una de las hijas ha descubierto el vino de mandarina… un hallazgo prometedor.
Deguste el vino artesanal de mandarina en la tienda de don Luis Alfredo Pavón.
“Algún día”, nos dice, “haré un verdadero viñedo con un galpón donde añejar mis vinos y crear distintas variedades. Por ahora, estoy haciendo que no se desperdicie el producto, y eso hace muy feliz a mi papa.” Lo peor que podría pasarle a Luis Alfred, está entendido, es ver que se desaproveche la cosecha.
Pregunta por la familia Pavón en el pueblo de Perucho en el centro de información al lado de la iglesia.