Por: Guillermo Morán
Serían entre las cinco y las seis de la mañana. En la cabaña en la que Andrés Ushigua me había ofrecido para dormir, estaba acostumbrado a observar la abertura entre dos lados del techo, con cierto temor de que algún pájaro, murciélago u otro animal ingrese en medio de la noche, pero en esa ocasión me sorprendió ver la silueta a contraluz de un jaguar. Estaba paralizado, pero por algún motivo no sentí temor. No podía ver la mirada del jaguar, pero sabía que me observaba. Sin hacerme esperar mucho, dio un salto directo hacia mí y se metió en mi pecho. Desperté enseguida, entre sorprendido y vigorizado.
Salí de la cabaña: solo Andrés estaba afuera, sentado frente al fuego. Le conté lo que había soñado y me dijo: “Tranquilo, es buen sueño ese”. Quise preguntar por qué, pero me retracté, a la final el sabio hombre me había dicho lo que era importante saber.
La primera vez que visité a los saparas lo hice con el interés de aprender a soñar. Si bien todos soñamos, como todos caminamos, hablamos o escribimos, el acto de soñar también puede ser perfeccionado.
Andrés Ushigua forma parte de la última generación de saparas que vivieron “persiguiendo la energía de la selva”; es decir, lo que en las sociedades occidentales llamamos una vida seminómada. Según me contó hace más de dos años, él y sus hermanos cambiaban de residencia, cada cierto tiempo, a lo largo del río Conambo, eje del actual territorio sapara. “Nadie más vivía por aquí, estaba prohibido. Mi papá era un chamán muy poderoso y no lo permitía”. Vivían de la caza y de la cosecha de las plantas que germinaban sin su supervisión. Por esas mismas fechas, algunos estudiosos declararon que los saparas ya no existían en las selvas ecuatorianas.
Ese modo de vida, sin embargo, no duró demasiado tiempo para Andrés. Su padre sabía que, para que sus hijos puedan adaptarse a los nuevos tiempos, debían no solo conocer los secretos de la selva, sino también recibir educación escolar. Por eso decidió establecerse con su familia en Moretecocha, esa comunidad en la que se habían establecido los misioneros religiosos. Fue allí donde aprendieron la lengua kichwa, que es la que hoy hablan los miembros de esta nacionalidad. Antes, cuenta Andrés, todos en su familia hablaban la lengua sapara, un idioma que se adaptaba muy bien a su vida itinerante, pero que no compaginaba con el sedentarismo.
A finales de julio de 2017, visité la comunidad de Akachiña, ubicada en el margen del río Conambo, en la provincia de Pastaza. La comunidad —que en realidad es una gran familia— es liderada por Andrés, quien, a lo largo de su vida, aprendió a sanar ayudado por las plantas de la selva. Hicimos un trato: me quedaría una semana con él para enseñar a sus hijos algunas bases de lectura y escritura. A cambio, me llevaría por la selva para contarme sus historias y hablarme de cómo se convirtió en la esperanza de sanación para muchas personas que lo visitan desde distintas partes del mundo.
Los hijos menores de Andrés —Yutsu, Samiki y Tsitsano— tienen nombres saparas, mientras que los mayores tienen nombres cristianos: Eugenio y Diego. Esto tiene mucho que ver con el esfuerzo que desde hace más de 20 años realizan los zaparas en pos de recuperar su idioma y cultura. Andrés ya olvidó su primera lengua, sin embargo, todavía recuerda ciertas palabras. Recuerda también la historia y sabiduría de sus ancestros. Vivir en la selva le permite recordar mejor aquella vida de su primera infancia y el legado de su padre.
Esos conocimientos también los ha impartido a sus hijos. Recuerdo a los más pequeños como niños muy curiosos y hábiles: sabían desplazarse muy bien por la selva, les gustaba tallar la balsa para hacer distintos objetos, como aviones cuya hélice giraba cuando les surcaba el viento. Para los niños saparas que habitan en territorio a donde todavía no han llegado las carreteras, la avioneta representa el acceso a los visitantes de otros mundos. En Llanchamacocha, una comunidad que queda a una hora de distancia de Akachiña, es normal encontrar personas de América del Norte y del Sur, de Europa y de otras partes del mundo. Allí se encuentra Naku, centro turístico y de curación que se abrió gracias al actor norteamericano Channing Tatum, quien se maravilló al conocer la selva ecuatoriana.
Andrés es el sabio que recibe a los foráneos cuando tienen un problema de salud que la medicina occidental no puede curar. Se convirtió en sanador por influencia de su padre, quien era, además, excelente cazador. Le guio hacia el mundo espiritual a través de la ingesta ritual de la ayahuasca. Fue allí que Andrés pudo constatar que las plantas tienen un espíritu, que son seres humanos con los que se puede conversar. Incluso, describió la apariencia física de algunas de las plantas que utiliza para sanar, como si me hablara de viejos amigos. Gracias a eso puede pedir ayuda para que las personas que acuden a él puedan sanarse de enfermedades muy diversas, entre ellas, el cáncer.