Sacado del libro: Imagenes de Identidad siglo XIX, de Alfonso Ortíz Crespo.
Prohibida por su religiosidad, criticada por no ser lo suficientemente religiosa, la celebración de Semana Santa tiene historia de irreverencia…
La verdad es que la ‘modernidad’ llegó de manera especial a la ciudad de Quito. Como en toda América, la violencia del liberalismo la trajo.
Luego del enraizado esquema conservador que presidiera Gabriel García Moreno, se quebrantaron las hegemonías del pasado a manos de los liberales y su líder inequívoco, Eloy Alfaro, quien, entre otras agresivas reformas sociales, eliminó toda expresión pública de religión, celebrando, en su lugar, la libertad de culto. Pero algo diferenció a esta insurgencia de los movimientos liberales en otros países: las instituciones religiosas no fueron afectadas. Las iglesias fueron preservadas, y aún hoy, existe, por ley, un ‘modus vivendi’ que prohíbe la injerencia del Estado en cuestiones eclesiásticas, las cuales tienen aún un arraigo muy importante en los segmentos más necesitados de la sociedad.
Eloy Alfaro y su congreso obligaron a que todas las procesiones y eventos religiosos, incluyendo los de Semana Santa, fueran contenidos entre las paredes de sus respectivos conventos.
Las procesiones y los altares en las calles fueron eliminados. Pero ya en épocas coloniales, las autoridades buscaron reprimir esta expresión de fe popular, especialmente molestos por los cucuruchos, quienes ‘so pretexto de penitencia, realizaban acciones indecentes y causaban escándalo a los fieles’, por lo que se dispuso prohibir la costumbre central del evento de taparse la cara.
Es curioso y decidor, además, que fuera el catoliquísimo Gabriel García Moreno quien, según cuenta el historiador Alfonso Ortiz, también impusiera prohibiciones a la procesión de Viernes Santo, considerando que la misma había mutado de su original esencia lúgubre y severa frente a la muerte de Jesús, a una celebración de vulgo llena de personajes disfrazados y fanfarria popular.
La evolución y crecimiento de la procesión de Viernes Santo, en particular, la más importante de Semana Santa, se da desde sus inicios modestos de poca participación, hasta tornarse en una expresión multitudinaria, en la que participaba toda la ciudad, desde los indígenas hasta el propio alcalde, quien salía vestido de negro con un sombrero de plumas. A fines de la época colonial, con la incorporación de las cofradías, el evento tomó la forma de una expiación colectiva. Es conocida que existía una ‘división de castas’, y salían dos procesiones, la indígena (que llegó a tales extremos de desfachatez que llegó a prohibirse) y la “de Españoles”.
Hay sitios como La Merced y Alangasí , donde, entre los personajes centrales hay nada menos que diablos, que seguramente revelan el hecho de que estas procesiones, en la Colonia y la temprana república, pudieron parecerse mucho a un colorido carnaval. Por tanto, la ceremonia de Alangasí, en plena época de seriedad litúrgica, hoy luce algo carnavalesca. Un peculiar dibujo de fines del siglo 19 muestra, inclusive, a la par de penitentes inmóviles con la cabeza tapada, danzantes con fuetes y espadas y disfraces blancos con cuernos. Una testigo de estas celebraciones anteriores, Ida Pfeiffer, habría dicho de la procesión de Viernes Santos de 1865: “El Papa debería, urgentemente, enviar a este país ¡algunos dignos y nobles castigos para poner un fin a tantas tonterías y escándalos!”
En sus años finales, antes de que García Moreno se escandalizara de su desparpajo, la procesión era comandada por hasta mil almas santas, “con cucuruchos tan altos que llegaban a la ventana del primer piso de las casas”, como lo colige una de las contadas referencias historiográficas. Proviene del naturalista francés Alcides d’Orbigny, quien describiera las liturgias de 1841 a su paso por Quito, ilustradas por Jules Boilly.
Cuenta d’Orbigny que eran los indígenas los que se ocupaban en fabricar las “numerosas” réplicas de imágenes oficiales presentadas durante las ceremonias de la semana, y que el día de la procesión se vendieron más de cinco mil cirios, un número estratosférico si pensamos que representaba un sexto de la población total de la ciudad. La imposición social de una tradición tan arraigada hacía que todo miembro de la comunidad quiteña tuviera que participar de alguna forma u otra. Se describe, como parte de la marcha, a ‘una multitud de negros’ vestidos como propios juglares, combinando azul “rey”, celeste y amarillo intenso en sus atuendos.
Hasta los carniceros, dada la naturaleza desagradable de su quehacer, eran forzados a vestir de judíos, el menos popular de los disfraces.
La procesión de Viernes Santo en Quito, se convertía en una caravana de personajes distintivos, un verdadero teatro litúrgico, si bien solemne en concepto, no lo suficiente, según lo consideraba García Moreno, quien hubiera preferido que a Jesús lo siguiera una cohorte uniforme de silenciosos penitentes, y no el “espectáculo a veces grotesco” que describiera d’Orbigny.