El Mundo Otavalo

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El otavaleño es, como todo en Ecuador, una ‘montonera’ cultural que a pesar de las influencias y posibles combinaciones que de hecho inciden en su identidad, existe como expresión única e inimitable. Absurdo sería reducirlo a su pasado inca o precolombino o encasillarlo como un ecuatoriano común y corriente; pues el otavaleño es, sobre todo, más que la suma de sus partes.

Otavalo, identidad sin época

Decía Borges en El Golem que “en las letras de rosa está la rosa, y todo el Nilo en la palabra Nilo”. Similarmente, no deja de sorprender lo arraigada que está la palabra Otavalo en la idiosincrasia otavaleña. Su identidad parece anclada a su andar, a su forma de vestir, a su forma de trabajar, de organizarse y de relacionarse y de ello existen numerosos ejemplos, desde sus fiestas, sus ritos, su convivencia, hasta la forma en la cual contraen matrimonio.

Es lugar común hablar de su talento tejedor, que probablemente data de varios milenios antes de la llegada de los incas, quienes habrían reparado en ello al conquistar el territorio, trayéndoles llamas y alpacas para que produjeran mayor cantidad y mejor calidad de prendas sobre sus antiguos telares de espalda. Poco tiempo después, aparecerían los españoles, quienes, en los obrajes, empleaban a la gran mayoría de la población para aprovechar sus destrezas y exportar los artículos y la ropa que ellos fabricaban.

Si bien los obrajes fueron descontinuados cuando, en Europa, nació la fabricación industrial de textiles, localmente continuó la tradición, otorgándole al otavaleño, desde mediados del siglo pasado hasta nuestros días, un haber invalorable.

Tal ha sido su éxito, que no sólo andan en autos del año, sino que viajan a través del mundo y cuentan con conexiones comerciales envidiables en Estados Unidos y Europa. Pero ello no parece hacerle mella alguna a esa realidad esencial, la que revelan en cada una de sus expresiones, tanto sociales como culturales.

Todas las manos, todas

Igual que los esquimales cuentan con muchas palabras para describir la nieve, los otavaleños ofrecen una variedad de formas de expresar su solidaridad comunitaria, parte fundamental de su cohesión e idiosincrasia como pueblo.

La ‘minga’, la ceremonia de reciprocidad social más importante de su cultura, es quizás el reflejo más elevado de vida en comunidad de nuestro país, un eje de estructura social que une a todos los miembros del conglomerado por igual. Grupos numerosos tomándose los campos, arando juntos, cosechando juntos, hundiendo las manos en la tierra, levantando ladrillos, limpiando veredas.

En su estructura moderna, un delegado comunitario o representante de la autoridad realiza la convocatoria; la palabra ‘todos’ no es tomada a la ligera. ‘Todas las manos’, como cantaba la protesta, acá no es sino una forma de marcar el ciclo de la vida, algo que se ha repetido incesantemente desde una remota antigüedad.

Obras comunales, incluyendo construcción de casas, menesteres agrícolas y hasta requisitos para los ritos y fiestas son realizados a base de mingas, durante las cuales cada participante cumple una labor de colaboración, al estilo y usanza de los antepasados. Ello se remunera únicamente con la satisfacción de haber alcanzado el objetivo.

Quienes no participan al llamado, en ciertos casos, son multados. Por lo tanto, si bien el dinero no forma parte del concepto global de la minga y, por ello, el trabajo que un otavaleño le presta a la misma podría considerarse como voluntario, la noción de obligación no escapa su marco cultural.

Manifestaciones de solidaridad otavaleña

  • La maquipurarina es colaboración que se presta a proyectos menos amplios que las mingas, no es específicamente para el bien de la comunidad entera.
  • La maquimañachina es una ayuda que se presta a quienes lo necesitan para continuar en su tarea o proyecto, no necesariamente hasta terminarlo.
  • La uyanza es como una donación; cuando alguien adquiere un bien, se espera que ofrezca algo simbólico a un miembro más necesitado de la comunidad.
  • La chukchina es la redistribución de cultivos que no han sido aprovechados durante la cosecha para quienes más lo necesitan.
  • La paína es una ayuda rápida que se realiza a cambio de comida o algún artículo menor.
  • La cosecha es una de las mingas más importantes y representativas de los pueblos de Imbabura.

Ante todo, la elegancia

Todo en la vestimenta de la mujer otavaleña llama la atención, empezando por sus camisas blancas y ligeras que llegan a los tobillos (que, por extensión, son también sus enaguas), con coloridos bordados que atraviesan el pecho y simbolizan flores, alas y todo el espíritu de la madre naturaleza.

Ello contrasta con sus faldas, o anacos, uniformes, uno interior, blanco, y otro exterior, negro o azul marino, con delicados remates que suelen representar bosques o el mar. Los llamados chumpis, o fajas de cintura, también son dos: uno grande (mama chumpi) de unos 10 cm. de ancho y uno pequeño (guagua chumpi) de sólo 5 centímetros, donde no es posible añadir un gota más de intensidad en color ni elaboración en diseño. Las alpargatas de cabuya, al contrario, son sencillas, las de mujer con un ‘cobertizo’ de lana negra o azul marino (en las alpargatas masculinas, es blanco).

A esto se añade una larga lista de accesorios. La fachalina, por ejemplo, es un paño de un color (tradicionalmente blanco o negro) que se sujeta con un nudo alrededor de los hombros. Para ocasiones especiales se la prenden en el pecho con un tupo. La uma watarina, un chal blanquinegro (se dice que representa el espíritu dual del mundo) luce más elegante alrededor del cabello, pero durante la cosecha, es colocada doblada sobre la cabeza.

Están, además, los collares de cuentas doradas, o walkas, que recuerdan a granos de maíz colgados del cuello (simbolizan la importancia de este cultivo, al igual que la importancia de la mujer que los porta). Alrededor de la muñeca, utilizan makiwatanas, cuentas de coral rojo, colocadas para fortalecer a la mujer y protegerla de males varios. Las orejeras son aretes escalonados con varios niveles de cuentas que llegan a los hombros.

También se ponen anillos de bronce (uno en cada dedo es la tradición), una cinta para sujetar el cabello, y sombreros de paño blanco. Las madres, por su parte, llaman la atención por su colorido reboso, la manta que usan para cargar a sus hijos en la espalda.

El hombre no se queda atrás, con su elegante poncho azul oscuro, sus pantalones blancos, su sombrero negro y la característica trenza que, cual espina dorsal, cuelga a sus espaldas hasta la cintura.

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