por Denisse Freitas
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En 1671, un joven astrónomo llamado Jean Richer fue enviado por la Academia de Ciencias de Francia a Cayena, Guayana francesa, con la orden de realizar un mapa del cielo del sur. En la época, la navegación – que se regía, en gran medida, por las estrellas – era esencial para el comercio y la hegemonía de los imperios, por lo que era crucial obtener las mediciones más precisas posibles. Richer llegó con dos relojes de péndulo, reciente invención del astrónomo holandés Christiaan Huygens. Estos relojes – con sus brazos fabricados con extrema precisión, oscilando exactamente al ritmo de los segundos – habían sido cuidadosamente calibrados en París. Richer pronto se dio cuenta, sin embargo, que estaba perdiendo dos minutos y veintiocho segundos cada día en comparación con un reloj de fabricación local. Para solucionar el problema – desconcertante, sin duda – tuvo que acortar el péndulo para acelerar el ritmo del reloj.
Los altos miembros de la Academia de Francia quedaron perplejos. Nadie, excepto por un hombre al otro lado del canal de La Mancha, podía explicar la discrepancia de la oscilación del péndulo entre París y Cayena. Este hombre no era otro que Isaac Newton. Newton creía que la razón de la oscilación “más lenta” era debido al hecho de que la gravedad era menor cerca del ecuador, según él, resultado de la “fuerza centrífuga de la rotación de la Tierra” que hacía que el globo terráqueo fuera achatada en los polos y alargada en su centro. En otras palabras, que la Tierra parecía una toronja.
La Guerra del Saber
La razón por la cual se llevó a cabo la misión geodésica puede trazarse, quizás, al dilema del péndulo observado por Richer, pero en realidad era la culminación de un milenio de avances del saber humano. La navegación y cartografía se habían vuelto fundamentales para cualquier imperio en procura de dominar el mundo. Naciones se dieron cuenta rápidamente del potencial de la geografía, involucrando a sus científicos, astrónomos y matemáticos más preparados para lidiar la guerra del saber. Entre las figuras del momento, estaba el poderoso político francés Jean-Baptiste Colbert. Como Ministro de Finanzas de Luis XIV, Colbert se dio cuenta que el conocimiento científico podía dar a su nación una ventaja sobre “la pérfida Albión”, Inglaterra. Los avances significativos en las ciencias naturales por parte de la Royal Society de ese país eran una afrenta a su orgullo y no reparó en gastos a la hora de crear e impulsar su propia Academia de Ciencias de París.
El primer atlas creado para el emperador Alejandro Magno legó a la humanidad, gracias a los cálculos de Eratóstenes, una estimación aproximada, y sorprendentemente acertada, de la circunferencia del planeta. A este atlas, el cartógrafo romano Tolomeo le incorporó líneas de latitud y longitud, y lo tituló Geografía. Luego de la Edad Media, cuando muchos avances científicos se detuvieron repentinamente, la llamada Edad de la Exploración puso nuevamente a este libro, y la ciencia que había gestado, al frente y centro de las necesidades. El mundo se estaba expandiendo. Los informes de nuevas tierras llegaban de todas partes. Cartógrafos actualizaban sus mapas; utilizaban la Geografía de Tolomeo como piedra angular. Apareció también el cuadrante marino, instrumento que permitía establecer una ubicación en grados de latitud en cualquier parte del mar, mediante la medición del ángulo entre la estrella Polaris y el horizonte.
La teoría de gravedad de Newton contradecía todas las nociones del momento: que todo movimiento era el resultado del contacto directo entre objetos. Dar a entender que los planetas giraban gracias a una fuerza desconocida que ni siquiera el propio Newton podía explicar, rayaba en lo absurdo. Francia fue particularmente hostil a la teoría. Contradecía a su propio luminario René Descartes. Descartes, que ya había fallecido, contaba con su propia «teoría del todo» y explicaba el movimiento de los planetas en sus órbitas como un fenómeno gestado por un «fluido» invisible llamado éter que Dios puso en marcha durante la Creación. El movimiento de este fluido, se pensaba, era similar al de un remolino de agua, y los científicos franceses utilizaban el principio para apoyar la idea de que la Tierra tenía la forma de un huevo (en contraste con la toronja de Newton).
En 1687, Francia comenzó mediciones geodésicas de su país bajo la dirección del famoso astrónomo Giovanni Cassini. Los resultados probaban la teoría cartesiana, ya que el grado de latitud medido hacia el sur de Francia había resultado más largo que el grado de latitud al norte del país. Si esto era cierto, la forma de la Tierra era, efectivamente, como un huevo. Pero la Royal Society calificó los resultados como dudosos: la precisión de los instrumentos utilizados para la medición no podían dar cuenta de la gran diferencia que Cassini encontró en una distancia tan corta de la Tierra (del norte al sur de Francia). Medido en el cuadrante, la diferencia de los ángulos entre dos puntos a 800 millas de distancia es equivalente a un cabello humano! “¡Imposible!” clamaron los británicos.
Adelantémonos a 1715, cuando la monarquía francesa exilió al siempre problemático Voltaire a Inglaterra… A su regreso, Voltaire se encargó de inculcar las ideas que había adquirido en ese país entre sus compatriotas y amigos de la Academia, entre los cuales figuraba el matemático y músico Pierre-Louis Moreau de Maupertius, firme promotor de las ideas de Newton. En poco tiempo incitó un debate que en Francia no había existido aún sobre la forma de la Tierra. En un deseo de realmente marcar un hito en el mundo de la Ciencia y la Razón, los franceses se empezaron a inclinar cada vez más a querer probar, de una vez por todas, si Newton tenía, o no, razón.
La respuesta bien pudo haber tomado muchas décadas más en esclarecerse, si no fuera por la intervención de Jean-Frédéric Philippe Phelypeaux, conde de Maurepas, y su interés práctico en conocerla. El Ministro de la Marina y Colonias sintió que sería una oportunidad para fortalecer a Francia, ganar reputación, mejorar su cartografía y poder naval. Estuvo feliz de aprobar financiamiento (en nombre de Louis XV, por supuesto). Y así fue que nació la misión geodésica para medir un grado del arco del meridiano a lo largo del ecuador.