El Edén se hunde

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Luego del cruel asesinato del empresario José Valdizán y de la brevísima colonia de noruegos que dejaron la isla de Floreana a pocos meses de poblarla (y terminaron asentándose en Santa Cruz), volvió el silencio eterno, aquel que precedió las banderas, los colonos, los exportadores de orchilla y esclavos del pirata Watkins, la ‘Iguana’.

No sabemos si Friedrich Ritter conocía la terrible historia humana que acechaba a la isla. No sabemos si durante su escala en San Cristóbal pudo entrevistarse con el capitán Thomas Levick, quien, aunque anciano, hubiera podido contarle sobre la muerte de Valdizán, el empresario español que fue traicionado por sus empleados enloquecidos. Levick en persona ajustició a los asesinos, disparándoles, uno a uno, con las doce balas de su carabina. Si Ritter oyó las historias de esta isla del terror, seguramente las consideró leyendas infundadas. Tampoco era de los que se espantaba con facilidad.

Testarudo y estoico, Ritter estaba dispuesto a soportar lo que fuera por realizar su sueño nietzscheano: desatarse de los bagajes de la modernidad y vivir libre de toda civilización en el rincón más desolado e inaccesible del planeta. Dejaba a su esposa en Alemania y llevaba consigo a una amante, Dore Strauch, con quien había resuelto recrear la historia de Adán y Eva (al menos fue así como lo promocionó y describió en entrevistas con la prensa alemana de la época). Llegó a una Floreana totalmente desértica y levantó su finca sobre los restos de una de las colonias anteriores, bautizándola FRIDO (por Friedrich y Dore). Se decía que eran nudistas y que antes de viajar a Galápagos, Ritter se sacó los dientes para prevenir infecciones bucales, volviéndose vegetariano y utilizando una dentadura postiza de acero hecha por él mismo.

En el cráter verdoso de un volcán extinto, Dore y Friedrich establecieron su hogar.

En sus momentos de reposo, entre atender las hortalizas e inventar aparatos para moler la caña de azúcar, redactaba floreados relatos que entretejían filosofía con aventura. Los enviaba a una Europa siempre ávida de parajes remotos; y, por lo menos en Alemania, tuvo sus lectores. Por supuesto, alguien lo acusaría de contradictorio o poco purista al  mantener un vínculo con el mundo moderno a través de escritos panfletarios. En cualquier caso, fueron, irónicamente, éstos los que terminarían aguándole la fiesta en su ‘tierra prometida’.

Siguiéndole la pista de sus crónicas, los Wittmer —Margaret, Heinz y su hijo Harry— llegaron a Floreana en agosto de 1932, cuando Ritter y Dore iniciaban su tercer año de vida en la isla. Margaret y Heinz no llegaban por razones filosóficas, sino para ofrecer un buen lugar para vivir a Harry, el primer hijo de Heinz. Harry sufría de discapacidades, incluyendo una ceguera parcial y en Alemania habría tenido que ser internado y separado de la familia. Según cuenta Margaret en sus fascinantes memorias sobre su vida en esta isla, (un libro titulado ‘Floreana’) Heinz era un acomodado asistente del alcalde de Colonia (el respetado Dr. Konrad Adenhauer) y, un buen día, sin decirle nada a sus colegas de trabajo, tomó sus vacaciones, vendió su apartamento y lo dejó todo por irse a Galápagos.

Ni bien instalados los Wittmer en viejas cuevas de piratas anteriores, a poca distancia de la única vertiente de agua dulce de la isla, llegó a Floreana la tercera y muy peculiar cohorte de la baronesa Eloise Wagner von Bousquet, una austriaca de cabello color platino, considerada altanera e incluso “insoportable” por todo aquel que la hubiera cruzado. Venía acompañada de dos enigmáticos alemanes: uno que en fotos luce fornido y apuesto (Robert Phillipson) y otro más bien flacuchento y amanerado (Rudolph Lorenz). Todos quienes los vieron supusieron que eran amantes de la Baronesa. Además de los europeos, ella traía consigo a un ecuatoriano (aparentemente le fue “dado” por alguna autoridad en Isla Isabela para que también la acompañe).

Heinz Wittmer y su familia estuvieron dentro del grupo de extranjeros que se asentaron en Floreana.

En poco tiempo, la baronesa reveló su naturaleza explosiva y un mar de contradicciones en cuanto a su pasado. Era fugitiva por desfalco, buscada en París; o bailarina de Costantinopla, divorciada; acaso viuda de un francés millonario; quizás de un noble, o quizás, como dijo alguna vez, de un oficial de las fuerzas aéreas; también se creía que era hija de una autoridad en Austria, que no vivió en Constantinopla, sino en Iraq y Siria. Pronto, en todo caso, se proclamó jefa de la isla, prohibiendo la caza e impidiendo que  llegaran colonos de Santa Cruz, quienes visitaban con regularidad para proveerse de chivos; según ella, los chivos eran suyos, como todo lo demás.

La Baronesa era recordada por dar la bienvenida a viajeros que anclaban en Playa Negra o Post Office Bay con un rifle en el hombro; llevaba un libro de Dorian Gray sin falta entre las manos; se bañaba diariamente en la única vertiente de agua dulce, incluso cuando empezó la sequía de 1934 y no se podía ni siquiera llenar un balde de agua para los nueve habitantes de la isla. Ambicionaba construir un gran hotel, El Paradiso, con el dinero de misteriosos mecenas. Al poco tiempo se descubrieron sus escritos publicados en periódicos de Europa, añadiendo mil aventuras fantásticas en las que el propio Ritter era un dentista enloquecido vuelto insurgente y líder de una facción rebelde que la Baronesa había logrado allanar y capturar para así convertirse en la Emperatriz de la isla (laureada por la población imaginaria con que condimentaba la realidad desértica de Floreana).

Claro, no hubo química alguna entre los tres grupos y la historia no podía sino terminar en tragedia. La dinámica entre Phillipson, Lorenz y la Baronesa fue empeorando, al igual que la relación entre Dore y Ritter, quien incluso había pensado en reemplazar a su amante, en su proyecto utópico, por su antigua mujer.

Muertes misteriosas

Los eventos que ocurrieron desde el 27 de marzo de 1934 han sido dignos de varias novelas, documentales y artículos. Fue la última vez que se vio a la Baronesa y a Robert Phillipson, quienes supuestamente habrían anunciado su deseo de dejar las Galápagos para instalarse en Tahití. Como arte de magia, se esfumaron sin dejar rastro, abandonando todas sus pertenencias en Paradiso, incluyendo su talismán: el libro de Dorian Gray. Rudolf Lorenz es para muchos el mayor sospechoso de su probable asesinato. Deseoso de dejar el archipiélago lo más pronto posible —y evidentemente el menos contento de su posición en el harem de la Baronesa— se embarcó en una época pésima para navegar y terminó muerto junto al capitán del barco que lo había intentado llevar al continente, un noruego llamado Nuggerud. Los encontraron tres meses más tarde, disecados en isla Marchena.

Poco después, el famoso Doctor Ritter, el vegetariano, rompió su dieta con carne podrida, la que terminó por matarlo también. Dore, mortificada, dejó la isla. Los Wittmer mantuvieron el aplomo durante las sequias, las utopías, las noches tórridas de la Baronesa y sus amantes, los escándalos, las desapariciones y las muertes, y así se quedaron con la isla para ellos solos… hasta que nuevos aventureros llegaron a probar su suerte en la macabra isla.

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