El ceibo: Árbol de la vida

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Fue en Cerro Blanco donde aprendimos que el ceibo se llena de innumerables espinas, que protegen al joven árbol durante su etapa de crecimiento hasta unos treinta años de vida. Después, el tronco pierde las espinas y se vuelve liso, para que nadie (o pocos) pueda treparlo. Su crecimiento es desmedido, los más grandes crecen hasta 40 metros de alto, con su imponente tronco, que puede llegar a tener más de tres metros de diámetro.

En época seca, los ceibos parecen el brazo de un gigante que surge de una colina lejana intentando asir el cielo con sus ramas. Aquellos que se agarran del barranco, son todo un ejemplo de heroísmo natural. Sus dimensiones son dramáticas, su soledad, legendaria. Su vida es compleja: almacenan, durante el invierno, el agua de las lluvias para sobrevivir a la sequía del verano. Sus hojas vuelven para anunciar la llegada del invierno a toda la ciudad. Antes de que lleguen las lluvias, estos estoicos árboles se pintan de verde. Ya para julio entran en flor, una pequeña flor aterciopelada que luego echará a volar semillas, algodoncillos amarillentos que recorren kilómetros por el aire. De esta materia, alguna vez se hicieron almohadas y colchones.

El ceibo parece estar siempre vigilante, protegiendo a la ciudad, a sus cerros y sus bosques, de la erosión y las sequías, al filtrar su agua en los suelos durante los meses más difíciles

Es quizás el árbol más característico de los hermosos cerros que rodean a la ciudad de Guayaquil. Representa  atributos del guayaquileño como la capacidad de regenerarse y volverse verdes luego de un duro invierno; la identidad arraigada, como las enormes raíces tabulares que lo sujetan al suelo patrio; el orgullo de sus soberbias dimensiones. En él, disfrutan los loros, crecen los caciques, duermen los murciélagos, quienes comen sus frutos y mantienen sano el ecosistema del bosque seco tropical.

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