Fotografía por: Jorge Vinueza
La pared que divide los cementerios de Otavalo — el cementerio de mestizos y el cementerio de indígenas — se levanta como un espejo mágico entre dimensiones paralelas.
El un lado es un mundo de respeto, silencioso y solemne; personas vestidas de negro moviéndose ceremoniosamente por el espacio, sus pasos arrastrándose en el cemento y sus lloriqueos, ínfimos frente a las a veces pomposas construcciones de cada abolengo. Al otro lado: la vida, los atavíos, el olor a comida, cientos de personas dando saltos para seguir subiendo la colina de tumbas que parecen escalones de tierra, cantando y riendo con los antepasados, comiendo en familia y contando cuentos a presencias espirituales que se remontan, quizás, a milenios; todo atiborrado de color y ajetreo.
La festividad del Día de los Difuntos es un profundo reflejo de cómo la experiencia cultural rompe en dos un hecho tan natural como la muerte.
Perspectivas profundamente dispares atraviesan Otavalo, como atraviesan todos los rincones de nuestro país, pero gracias a la predominancia indígena en este pueblo vuelto ciudad, podemos ser testigos de algo que muchas veces es desplazado por las hegemonías imperantes.
Son tantos los indígenas aquí, que su versión de la vida es la que se agolpa a todas las miradas, una visión que desde la propia Panamericana Norte se levanta como un monumento a su cultura: su gente apostada a su gran montículo de enterrados, un cementerio que más parece feria, una fiesta que lleva la muerte a la vida, un evento de multitudes al que acude toda la ciudad.
La subida hasta los portones principales es un viaje a empellones escoltado por los vendedores de coronas, flores, hasta ropa y artesanías y, sobre todo, las icónicas guaguas de pan. Muy a diferencia de su versión comercial en Quito, que se rellenan de jalea para engatusar a los más pequeños, estos muñequitos parecen esculturas de barro cocido. Duras y desabridas al tacto y paladar, uno concluye que deben estar reservados a seres de otra vida que con su paso a nuevas dimensiones han perdido el gusto por los sabores terrenales. Hermosamente decorados, representando madres e hijas con coloridos garabatos que simbolizan sus bordados y chalinas —éstas se ofrendan a las mujeres— o caballos y palomas, que se dan a los hombres.
La colada morada, otro emblema de la fecha a través del país, a uno se la ofrecen en recipientes plásticos de quienes la sirven entre familiares.
Los indígenas llevan consigo banquetes en ollas: granos, alverjas, papas, arroz, carne cocida, huevos duros… y muchas frutas. Esta ofrenda se conoce como ricushca. Las mujeres extienden sus manteles sobre la tierra para servir a sus queridos, los vivos y los muertos. Han estado cocinando desde las tres de la mañana y se han ocupado en preparar todo lo que a “sus muertitos” les gustaba comer en vida. Se almuerza al lado de la tumba, sentados en la tierra, a medida que visita el Angel Kalpay recitando en kichwa, español y latín los rezos que aprendió de las monjas locales, a cambio de pan y frutas.
La comida desatendida también la toman quienes pasan al lado de una tumba con hambre… y cuando nos volteamos a ver, acaso pensamos que es el muertito quien comió.
En pleno centro del cementerio, se levanta la “gran cruz” de dos metros, donde se recita la “bendición de los alimentos”. Llegan músicos — hoy en día amplifican sus voces con micrófonos y conectan sus instrumentos a los parlantes — y los presentes se contonean y cantan. El sacerdote invoca la Madre Tierra, a Jesucristo, cuenta pasajes de la Biblia e historias de la cosmología andina en nombre de quienes le dan vida a esta tierra: los muertos.
El Angel Kalpay, mitad celestial, mitad viento, un indígena que canta en latín, un “ángel que corre” vestido de blanco con un paño morado en la cabeza, una campanita y un pote de latón con agua bendita que ha obtenido de la primera misa de la mañana del 2 de noviembre, empieza su recorrido por el pueblo anunciando el inicio del Día de los Difuntos, a veces entrando en las casas para bendecir- las, bendecir a sus muertos, e incluso congeniar las almas que no hallan la paz.