De Fausto a la América Sublime

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No hay cabeza que pueda contener el universo. Todo sabio sabía eso… hasta que Humboldt hizo que su propia mente no cupiera en su cabeza. En ella había metido el universo.

Esta visión que tenemos hoy de aquel personaje que exploró todos los estratos terrenales y que fue luz y estrella de una línea de pensamiento de ilustración durante la ‘era más ilustrada’ de la Historia, solo puede remontarnos a otra figura alegórica de su tiempo: el Fausto de Goethe.

No podemos ignorar la conexión. La condición misma de Fausto, un pensador impulsado por su deseo de saberlo todo (razón por la que vende su alma a Mefistófeles) está embebida de aquella figura de carne y hueso que fue Alexander von Humboldt. Basta, para evidenciarlo, con conocer la amistad que unía a ambos genios.

Johann Wolfgang von Goethe, a pesar de llevarle diez años a Humboldt, fue un amigo entrañable y gran admirador del sabio. Afirmaba que “en una hora de conversación con Humboldt, uno aprendía más que en ocho días de leer libros” (y esto se lo dijo cuando era apenas un joven adulto. La energía que Humboldt le inyectaba a la amistad era, además, adictiva. Humboldt, de hecho, logró sacar a Goethe de una importante sequía literaria y, seguramente por ello, Goethe jamás dejó de seguirle la pista. Leyó sus obras con avidez. Profundizó en sus propios estudios de materias lejanas a la filosofía y literatura como la anatomía, la química y la botánica a insistencia de su joven, genial amigo. Cuando Humboldt realizó el Naturgemälde, Goethe dibujó un esbozo propio, comparando al Mont Blanc con el Chimborazo. Y según la biógrafa de Humboldt, Andrea Wulf, Goethe completó Fausto durante periodos intensivos de escritura que coincidían con las visitas de Humboldt. “Como Humboldt,” escribe Wulf, “Fausto quería descubrir todos los poderes secretos de la Naturaleza”.

Fusionando arte y ciencia

La influencia mutua entre Humboldt y Goethe facilitó el desleimiento de dos campos del saber humano que habían sido difíciles de congeniar en el pasado: el arte y la ciencia. Goethe, el poeta, abrazó la ciencia y Humboldt, el científico, abrazó el arte. “A fin de descubrir la naturaleza en su mayor sublimidad,” leemos en el Kosmos de Humboldt, “no debemos mantenernos en manifestaciones externas, sino trazar la imagen, reflejada en la mente del hombre, desarrollando el noble germen de las creaciones artísticas.” De esta “tensión de armonía” entre arte y ciencia, decía Humboldt, nacía el conocimiento.

El dilema de Fausto, a fin de cuentas, es el anhelo de poseer lo irreconciliable: tanto lo terrenal como lo metafísico… tanto experimentar una sublimación intelectual como vivir la vida con intensidad.

Humboldt, perdido en estos mismos anhelos, fue, más que un romántico —antes que existiera, aún, “lo romántico”— la encarnación viva de esta búsqueda. Dejó los ambages de su ilustración en casa y salió al encuentro de lo sublime. Nuevo descubridor de América lo llamó Simón Bolívar, pero Humboldt, en su laboratorio al aire libre, en esa misma frontera llamada América, reveló algo único: la ciencia de las sensaciones.

No hubo, ni habría, inspiración más idónea para las generaciones que seguirían… y sin la necesidad de pactos con dioses ni diablos.

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