Costa sur de Manabí: rivera ecuatoriana

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03h 30m

Dejemos, por ahora, a Manta en su ajetreo. Olvidemos que existe la mera idea de una ciudad y remontémonos al mundo dominado por pequeños pueblos y caseríos del pasado. El referente de la costa sur de Manabí está alrededor de Machalilla, su Parque Nacional, y sus muchas playuelas, acantilados, islotes y pueblos pesqueros, todos con su debido interés e importancia. Dar el salto tiene todo el sentido del mundo en esta tierra de viento y marea.

Largar la vista sobre la kilométrica costa desde cualquier playa de la provincia de Manabí invita a querer caminarla sin término, llegar hasta donde lleven sus horizontes, enterarse si es posible o no orillar este laberinto litoral hasta el final: sortear sus obstáculos, trepar sus acantilados, descubrir sus cuevas ocultas, donde habrán hallado des­canso piratas en la Colonia o buzos de Spond­ylus en épocas precolombinas.

La costa sur de Ecuador se va transformando en Manabí a partir del pueblito pesquero de Ayampe, una reunión de covachas de bambú que na­die visitaba hace veinte años. Ha ganado interés entre los viajeros gracias a sus muchos sitios de hospedaje decentes (especialmente nuestro reco­mendado: Tortuga). De hecho, uno de los lugares clásicos de la zona, Hotel Atamari, se sitúa justo antes de Ayampe, en plena frontera provincial, en medio de preciosos bosques húmedos de la cordillera litoral. Este segmento, dominado por el verdor que circunda el río Ayampe, es un brote de naturaleza que contrasta con gran parte de la árida costanera y le da glorioso inicio al Parque Nacional Machalilla. Por otro lado, pocos contornos marítimos se equiparan con el panorama que ofrece al atarde­cer el islote Los Ahorcados, que se levanta como ruinas de un castillo olvidado en alta mar, a unos dos kilómetros de la costa. Se puede avanzar hasta la Playa Las Tunas  a pie, pero vale volverse hacia el interior, por la carretera hasta el poblado de Puerto Rico. Seguir desde Las Tunas y trepar la llamada punta Cabezona es una aven­tura que, advierten las supersticiones locales, es hogar de duendes y culebras. La recompensa es vistas interminables de la alta mar y su isla Salan­go, al igual que una aparentemente inalcanzable y preciosa playa virgen que descansa a un costa­do de la base rocosa del acantilado, azotado con violencia por las olas.

Salango descansa al otro lado de esta atalaya natural y aparte de considerarse una buena esca­la para almorzar, (Delfín Mágico parece haber ga­nado la partida en cuanto a popularidad, aunque también vale darse una vuelta por El Pelícano), cuenta con un simpático museo arqueológico y la interesante Hacienda La Tropical y su vieja casona republicana, recientemente restaurada. Otra visita obligada está al frente: Isla Salango, lugar óptimo para realizar snorkel o buceo, a más de su playa solitaria, dominada por una colonia de fragatas y pelícanos.

Si avanzáramos por mar, el próximo hito hacia el norte sería La Playita, último bastión de la costa ecuatoriana de la tortuga carey. Por la carretera, sin embargo, a Salango le sigue un imponente mirador y la bajada hacia Puerto López, la capital (no oficial) del turismo de la zona de Machalilla y su Parque Nacional. Su hermosa ensenada, con su playa do­rada y mar color cobalto, titila bajo el sol cuando uno la admira desde la carretera, pero una vez en medio del pueblo y rodeado de su ‘progreso a medias’, no es más que un ajetreo de calles polvorientas llenas de ‘mototaxis’ y peculiares carruajes-bicicleta que sirven para dejarse trans­portar por los lugareños. Hotel Mandala, sobre la playa hacia el norte (derecha desde el muelle), es el mejor lugar donde quedarse en el pueblo, rozagante de jardines (y toda suerte de aves tropicales que aprovechan la flora del lugar), con pintoresca mueblería y cabañas rústicas pero cómodas, inspiradas en la sensibilidad ecológica y estética de sus dueños. También recomenda­mos la “casita de árbol” de Monte Líbano, en el sector sur de la Bahía de Puerto López, para una simpática estadía sin pretensiones en casa de María y Pedrito.

Toda una serie de megaproyectos han prome­tido sacar a Puerto López del siglo en el que parece haberse estancado, pero las soluciones, lamentablemente, no están basadas en una mirada ecológica, ni sustentable. Por otro lado, a cada esquina se anuncian los paseos en yate para ver ballenas. Es casi garantizado que, en temporada (julio-agosto), uno tendrá la opor­tunidad de presenciarlas saltando en el agua, exhibiendo sus gigantescas colas y con suerte, amamantando un “cachorro”; el destino final de la visita generalmente es la fabulosa Isla de La Plata. Otras visitas también orillan acantilados llenos de piqueros patas azules y la espectacular Playa del Amor, sitio protegido donde no se permite el desembarque, a más de cuevas, peñascos y los curiosos promontorios ‘King Kong’ (que realmente parece King Kong) y Tortuga (que parece esculpido para lucir, incluso, su propio caparazón).

Continuando nuestro camino al norte está la Playa de Los Frailes, o como decimos quienes las hemos visitado religiosamente en la vida: “las playas más hermosas de Ecuador”. El adjetivo tiene su objetividad: son las únicas playas protegidas de toda la costa continental. Sería otra nuestra costa si hubiéramos sabido conservar los parajes vírgenes del pasado no tan remoto.

El pueblo de Machalilla lo sigue, otra extensa playa de pescadores nativos que reúnen sus bar­cos en la orilla y, como los habitantes de muchos de estos pueblos pesqueros de Manabí, parecen reflejar una línea directa a la raza precolom­bina que alguna vez llevó su nombre. El Rocío está más al norte, un pequeño caserío agrícola que cuenta con un ‘sendero ecológico’ entre guayacanes antiguos y ofrece una visita a una hermosa playa rocosa, rodeada de acantilados de interesante geología y una zona cubierta de gigantescas planchas de roca bañadas por las olas. A pocos metros está el caserío de Pueblo Nuevo y luego Salaite, un brazo de playa atrac­tivo (su ubicación a pocos pasos de la carretera, sin embargo, le quita poesía); en su costado nor­te llegamos al pequeño río del mismo nombre, nacido en los cerros circundantes.

Trepando hasta la llamada Punta Pedernales (¡no confundir con la ciudad de Pedernales!), un mirador ubicado a 80 msnm, uno puede volver a descender hasta Puerto Cayo, por la orilla; se cuenta que hace algunas décadas, cualquier caminata por esta costa revelaba pedazos de cerámica precolombina. En el mar uno obser­va el Islote Pedernales (que uno puede visitar desde Cayo), donde espera una hermosa playa negra para descansar el día. La vía pavimentada forzaba a uno hacia el interior hasta Jipijapa, luego Montecristi, para finamente alcanzar la ciudad de Manta, por lo que uno caminaba la playa y su pequeño camino de tierra hasta San Lorenzo; lo que hoy es una calle pavimentada. Otra novedad es el lujoso hotel boutique Las Ta­nusas, a la altura de Bálsamo, entre Cayo y San Lorenzo, desde el cual uno ya empieza a vislum­brar el desarrollo de Manta, ciudad cuyo auge y crecimiento contrastan profundamente con la tranquilidad de la cual provenimos, dominios del viento, la arena, las olas… a la intemperie del poderoso Pacífico.

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