Al pensar en la chugchucara latacungueña, debo confesar, caigo presa de ese síndrome que todos hemos experimentado cuando deseamos algo intensamente: la mente me transporta. Viajo a la “calle de las chugchucaras” (Quijano y Ordóñez) donde se concentra el olor de este plato emblema. Veo salir el humo de las pailas, un legado que se ha tomado la ciudad, que domina por su aroma y seduce por su sazón, y pienso en el ella, en esta “naturaleza muerta” de las tradiciones culinarias que cada puesto, cada familia, interpreta a su manera; cada receta la parte de un todo, porque la chugchucara es Latacunga.
Son más de una docena de negocios, puestos de comida y restaurantes, que ofrecen chugchucaras típicas; y si uno empieza a preguntar a los lugareños, todos recomiendan lugares distintos. Fue un pariente mío, latacungueño e historiador, quien nos alejó de la afamada calle hasta la avenida Roosevelt y Pichincha, a una casa con un pequeño letrero que lee “Antigua Tradición Latacungueña”.
Sin ser la excepción a la regla en esta ciudad, aquí tampoco hay menú. El único motivo para acudir a un puesto de chugchucaras en Latacunga, sin duda, es para pedir una chugchucara. Pero la decisión de llevar esta tradición callejera a un restaurante es evidente. El lugar, espacioso, con aire de nuevo, parece ser ya atesorado por las personas que han llegado a descubrirlo. Apuesta a la calidez de sus empleados y, claro, al sabor tradicional de la receta. Carlos Jiménez, el dueño, nos sorprende con un caluroso abrazo y una sonrisa que, de entrada, nos hace sentir como sus mejores clientes.
La espera es corta. Llega primero el mote servido con la chuzo fritada (pequeños trozos sobrantes de la carne de chancho) y el infaltable ají; y no pasan ni cinco minutos antes de que aparezca el plato fuerte, una mezcla de mini-recetas con sabores y texturas distintas que se complementan con esa sabiduría milenaria de combinar las cosas que por algo nadie a alterado en todos estos siglos.
Chugchucara significa “cuero tembloroso” en kichwa. Es decir, es extraída del pecho del cerdo. El resto del plato, sus guarniciones, rebosan de la paila, y no se sabe por dónde empezar. Están las empanaditas dulces con queso, específicamente cocinadas para este plato; las papas cocidas en la misma paila del chancho; el plátano maduro frito; el canguil con tostado; la suculenta fritada, carne de chancho asada en su grasa, a fuego lento, durante horas; y la cereza del pastel, el cuero reventado. Mientras vas probando, te vas dando cuenta de que los cubiertos son innecesarios. Utilizas las manos, como solías comer de niño. Carlos, por su parte, nos visita a la mesa para preguntar si todo está sabroso.
El restaurante y la receta en particular son herencia de sus padres. “Mi mamá tenía su negocio hace años y mi esposa me animó a abrir el lugar para rescatar nuestras tradición,” nos cuenta. En aquella época sólo se servía la chugchucara los viernes, y por eso Carlos abre únicamente de viernes a domingo. La preparación también es fiel a su original: “por eso todos salen contentos de aquí. Lo sé porque pregunto a cada rato a mis clientes ‘¿qué tal estuvo?’. Cuando me dicen que les encantó, me da aún más ganas de seguir haciendo esto,” indica, como diciendo que sabe que, frente a una antigua tradición latacungueña como esta, traer una receta del pasado es también una ofrenda a su ciudad.
Corazón contento: con los dedos engrasados, luego de haber utilizado bastantes servilletas, el alma vuelve lentamente al cuerpo. Y así como entramos, nos despedimos con el mismo cariño. En estas circunstancias, la comida no es simplemente un deleite diario, un momento de inspiración pasajera ni una evaluación de si te gustó o no la comida. Una tradición como esta nos marca, nos lleva… como un mapa que muestra el camino hacia ese tesoro de sensaciones —hacia esa paila dorada en la que nuestros antepasados cocinaron con tradición y habilidad — esa chugchucara de siempre que persistirá en el fondo del paladar.