Charles Darwin: Viaje a la evolución

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Por: Ilan Greenfield

Uno de los viajes más célebres de la Ciencia (y de la Historia) fue aquel que realizó Charles Darwin en el HMS Beagle. Descubre con Ñan algunas de las anécdotas que más lo marcaron al científico que cambió nuestra manera de ver el mundo.

Darwin ya sabía que haría la vuelta al mundo al embarcarse en el HMS Beagle, capitaneado por el joven Robert FitzRoy, ya que, antes incluso de zarpar, el proyecto de bordear Tierra del Fuego y volver a Inglaterra fue extendido para cruzar el océano Índico y tomar la ruta a Europa por el Cabo de Hornos. Lo que Darwin ignoraba es, por supuesto, el viaje mucho más largo que estaba por iniciar hasta convertirse en uno de los pensadores más influyentes de la historia de la humanidad.

En cuanto a su escala en las Islas Galápagos, lo que le intrigaba a Darwin era presenciar un volcán activo… Porque por lo demás, quería volver a casa, vislumbrar de nuevo “la última y gloriosa visión de la costa de Inglaterra”, como lo explicaba, en misivas, a su hermana Caroline o a John Henslow, el ex profesor y amigo que habría ayudado a postularlo, en un principio, como miembro de la tripulación.

El viaje fue auspiciado por el gobierno británico y era una pequeña parte de lo que podríamos llamar “el gran análisis de mercado” sobre las jóvenes naciones americanas que el mismo gobierno llevaba años preparando. Con poco tiempo de haberse liberado de España, estos nuevos países estaban prestos a entrar en negociaciones con el mundo (sin España como intermediario) y el Reino Unido, como quien dice, quería ser el primero en la fila de clientes.

La propia República de Ecuador estaba por nacer sólo meses después de la zarpada del Beagle (mientras que muchos países autónomos estaban ya asentados en Latinoamérica). El barco fue, por ende, parando sistemáticamente en distintos puertos con el fin de comprender sus entradas de mar, sus perfiles litorales y desembocaduras, midiendo el fondo de sus costas, creando mapas náuticos y analizando el potencial comercial de cada sitio.

El relato del viaje del Beagle de por sí le otorgo su dosis de reconocimiento a Darwin… pero era sólo un preámbulo para la fama que le depararían las teorías que de este viaje surgieron.

Fue una odisea que se realizó entre selvas y mares, entre noches de vino y música con los gauchos de las pampas argentinas y expediciones a los fantasmagóricos parajes de la Patagonia y los Andes donde hallaron fósiles de armadillos gigantes y perezosos prehistóricos.

Apaciguaron protestas de esclavos, rescataron náufragos, convirtieron a los nativos al anglicanismo en lugares como Tierra del Fuego para crear una comuna amiga en el punto más remoto que se pudiera pensar en el mundo (el campamento fue atacado por tribus vecinas al poco tiempo y abandonado por completo semanas después de su creación).

Todas estas ocurrencias están referidas en el fascinante libro El Viaje del Beagle de Charles Darwin. Pero la memoria histórica es mezquina frente al objetivo principal de la misión y sus muchas aventuras y desventuras. Es, en realidad, lo que Darwin encontró durante el viaje lo que verdaderamente pasó a la posteridad.

Premoniciones y augurios

Al zarpar, la embarcación viajaba debajo de una nube negra: el antiguo capitán se había quitado la vida meses atrás en la cabina de mando. FitzRoy, quien tomaba la posta, no dudó en ubicar su cabina lo más lejos posible de la ominosa tragedia. Pidió, además, que en la tripulación se incluyera a un «gentilhombre», preferiblemente un geólogo, que pudiera recopilar información técnica y que tuviera más o menos su edad. Los barcos ya repartían estas responsabilidades a otros miembros de la tripulación, pero FitzRoy insistía, quizás simplemente por asegurarse compañía de un semejante –y no de un simple marinero– frente a la soledad y sus fantasmas.

El gentilhombre era, por supuesto, Charles Darwin. Darwin era un hombre de admirable dedicación. Entrenó a un utilero, Syms Covington, para que lo asistiera colectando y embalsamando especímenes. Si bien pasó mareado desde el minuto que pisó el barco y su espacio de vida y trabajo durante los cinco años de travesía fue de tan solo 12 m2, incluidas repisas, lavarropas, un horno y una enorme bitácora de 2×3 metros, con entusiasmo probó ser un excelente aporte a la misión.

Su naturaleza afable y enérgica hicieron de él un compañero querido, alguien que podía llevarse tanto con hombres ilustrados como con los ariscos marineros y FitzRoy, aparte de no gustarle la forma de su nariz al conocerlo, llegó a apreciarlo profundamente. Recordaba con gracia los “cargos de basura” con los que Darwin volvía después de sus salidas al campo. Darwin traía huesos, pieles, plantas, ramas… de todo, de cada destino, al barco.

Darwin estaba muy al tanto de que eran muy distintos, recordando incluso como FitzRoy defendía prácticas —para él— tan detestables como la esclavitud, pero también reconocía la inteligencia y capacidad marinera de FitzRoy; éste, de hecho, terminaría inventando un método fiable de predicción climática y sería el primer director de un instituto meteorológico en el mundo (antes de suicidarse a los 59 años de edad).

Viaje a Galápagos

Si bien el Beagle estaba programado para regresar de su expedición en tan sólo dos años, estaba ya más cerca del cuarto al momento de fondear la costa de Chathman (isla San Cristóbal), con más de la mitad del globo terráqueo por recorrer. Transcurrirían casi dos años más antes de volver a Inglaterra.

Por más entusiasta que se mostrara el joven Darwin de conocer el mundo y registrar sus encuentros, a estas alturas se notaba el hastío en su pluma. Encontrar “cráteres completamente inertes, consistiendo de nada más que un anillo de piedras”, como describió los sectores volcánicos de las islas, ofrece, quizás, una ventana a esta desilusión. Su incipiente vocación de geólogo, estrenada durante el viaje e instigada por un antiguo mentor, Adam Sedgwich, durante sus años de carrera en la Universidad de Cambridge, parecía una obligación de informe y no algo que realmente le apasionara.

Pero en Galápagos, fue la otra pasión de Charles Darwin  —la flora y la fauna— la que tuvo campo para crecer.

Desde el momento en que pisó el archipiélago, los animales y las plantas dominaron sus páginas de cuaderno. Casi la totalidad de la colección de aves eran nuevas para la Ciencia y la colección de plantas fue por mucho tiempo la más completa de Galápagos.

Sus observaciones tempranas de peces, aves y las “estúpidas” iguanas marinas, sobre las cuales realizaba extraños experimentos (como atarlas a una piedra para ver cuánto tiempo respiraban bajo el agua) incluían el extático primer encuentro con la tortuga gigante: “rodeadas de lava negra, arbustos sin hojas y cactus enormes, parecían criaturas antediluvianas o valdría decir quizás habitantes de otro planeta”.

Irónicamente, ningún espécimen de esta impresionante criatura, tan central para futuras formulaciones de su propia Teoría de la Evolución, llegó a los museos de Londres. Todas las tortugas recogidas en Galápagos por el Beagle fueron comidas. Dicen que Darwin se quedó con una como mascota, la tortuga Harriet, que habría muerto en 2006 con más de 170 años de edad. Aun así, ni siquiera el joven Darwin pensó en guardar un espécimen para los anales de la Ciencia.

De Floreana, Darwin “industriosamente” coleccionó “todos los animales, plantas, insectos y reptiles”, emocionado de poder estudiar de “cual centro de creación” pertenecían. Su visión científica estaba, por supuesto, sujeta a la visión de los tiempos. La ciencia como ciencia no se ocupaba, en aquel entonces, en refutar principios teológicos, peor aún el concepto de Dios como todo-creador. El objetivo de la ciencia no era entender el por qué de los misterios del mundo divino, pero sí entender cómo funcionaba lo que la divinidad había creado en este mundo, para poder reconocer en qué le podría beneficiar al ser humano.

La observación científica nació, de cierto modo, de su utilidad. Pero al momento de egresarse Darwin y zarpar en el Beagle, la conversación que se estaba dando entre personajes de las altas esferas de la ciencia empezaba a reflejar un carácter bastante acalorado, de visiones distintas y perspectivas contrarias. Algunos buscaban entender, por ejemplo, procesos de la naturaleza más allá de su utilidad, afrontando los grandes misterios como asuntos que se podrían, quizás, algún día resolver.

Otros pensadores vieron con alarma este tipo de curiosidad: una caja de Pandora que, irónicamente, sería abierta, a fin de cuentas, por el propio Charles Darwin, aquel inexperto coleccionista, tripulante invitado de una misión secundaria sin fines científicos, quien, para colmo de ironías, tenía la intención de ser clérigo a su regreso a casa.

Se puede decir que Darwin llegó en el momento justo al lugar indicado. Cuando las grandes diatribas teológico-científicas se agitaban sobre la Creación, sus procesos y la aparición de las especies, Darwin estaba en el campo, en uno de los lugares más aislados del mundo, donde las especies, su creación y sus procesos daban mucho de qué pensar… ¡Más de qué pensar, quizás, que en ningún otro lugar en el mundo!

Pronto, claro, las Galápagos pondrían la mera idea de la Creación de cabeza. Mucho decimos que las islas son un ‘laboratorio de la vida en la tierra’ (para citar el lugar común más común). Los animales parecen haber sido colocados sobre las distintas islas como gladiadores de la existencia: solo para ver cómo mismo hacen para sobrevivir.

¿Quién los colocó ahí? (¿quién sería tan cruel?) Para el científico de inicios del siglo 19, la pregunta era necia. Dios hizo el mundo como lo hizo y no había nada que cuestionar. Pero la pregunta se hacía cada vez más frecuente y palpable y reverberaba con cada visita a las islas Galápagos, en palabras de piratas, exploradores, y por último, Charles Darwin: «¿Qué es lo que está pasando aquí?»

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