La adrenalina empieza a correr por las venas a semanas de que empiece la aventura bajo el mar. Los preparativos con el pesado – e incómodo – equipo, y el mero pensamiento de lo que se viene, ya incide en el latir del corazón. Los nervios y la ilusión se acrecientan a medida que pasan los días y se acerca la hora de sumergirse en otro mundo. A pesar de haberlo hecho cientos de veces antes y en un sinnúmero de paisajes submarinos, ese sentimiento de ingresar a lo desconocido, de atravesar esa barrera azul que protege recelosa tanto misterio, tanto maravilloso y sorprendente misterio, se roba un poco de nuestro aliento como si una enorme roca descansara sobre el pecho.
A ratos, el miedo se apodera de nuestra cabeza, a sabiendas de que se trata de una experiencia que nos coloca a merced de Neptuno (y todas sus criaturas), en la cual somos vulnerables, solo para ser reemplazada por lo hermoso de la vivencia, que cambia la balanza y gana más peso que el miedo. Sumergirse bajo el agua es, sin duda, para aventureros, para quienes requieren de práctica y conocimientos, pero más que nada, es algo para románticos.
Poco se conoce de las maravillas que se esconden bajo el mar. De ese pequeño conocimiento, la grandeza de la vida y geografía dentro de las aguas de Galápagos, es algo que debe estar en la lista de todo buzo. Galápagos es el lugar ideal para bucear entre rocas y paredes sumergidas luego de explosiones volcánicas que caen miles de metros bajo el mar, a donde llegan enormes bancos de tiburones martillo que se mezclan entre todo tipo de peces –una fusión de especies del océano del sur y del norte –, enormes tortugas marinas, con suerte, delfines, orcas, mantas, y el enigmático pez más grande del mundo, el tiburón ballena. Buceando en Galápagos, todo lugar en donde se hunda el visor y se desinfle el chaleco VCD es espectacular, pero el lugar al que se debe apuntar para en realidad verlo todo es al “Norte”, los dos pequeños islotes del archipiélago, bajo el famoso Arco de Darwin o, a pocas horas de navegación de allí, Wolf.
Al archipiélago le cruzan muchas corrientes, unas que vienen desde las profundidades cargando el sustento de la vida marina y otras que vienen en dirección contraria, unas del oeste y otras del este. Esta es la característica que hace a las islas tan atractivas para tantas especies, y también es la razón por la cual los buzos que las admiran deben tener una certificación avanzada y número mínimo de buceos previo, especialmente si se trata de bucear en lugares ícono como Darwin y Wolf. Las Encantadas cuenta con más de sesenta sitios de buceo, la mayoría solo se pueden alcanzar luego de navegar varias horas, hasta un día y una noche, en cruceros especializados (este es el caso de los sitios en Isabela, a través del Canal Bolívar y Fernandina, y al norte como en Darwin y Wolf); pero también hay sitios cercanos a los puertos poblados donde se puede disfrutar de un día de buceo a través de tours que ofrecen operadoras locales.
Al llegar a ese instante, ese momento esperado en el que se suelta el cuerpo hacia atrás, ataviado de tanto equipo y tecnología, buscando traspasar los límites de la naturaleza y permitirnos sobrevivir en un medio ajeno a nosotros, pero a la vez tan entrelazado con nuestro vivir, todos esos nervios e inquietudes se disipan en el agua y se traducen en una cosa: dicha. Bucear nuestros océanos es un abrir de ojos. Debajo de esa película reflectora de nubes, existe un mundo precioso, lleno de colores y de «guras extrañas, de criaturas ancestrales y raras que se han adaptado a un medio hostil y a la vez frágil. A diferencia de lo que aparenta por su enormidad, el mar y sus especies son «nitos. Hay pocos lugares como Galápagos donde se reúne tanta vida y belleza; la mayoría de ellos ya han perecido ante la ambición humana. Bucear en Galápagos es un respiro de aire fresco, una inspiración y un ejemplo de lo maravilloso que es el mundo cuando se hacen las cosas con respeto y conciencia.