Para obtener la revista Ñan n°34 (Humboldt y Bonpland en Ecuador: un viaje que cambió el mundo) y otras revistas icónicas, contáctate directamente con nosotros ¡y te la dejamos en casa!
Se hubieran querido ver una vez más. Pero no se dio el encuentro. Aimé Bonpland falleció antes de que pudiera montarse en un barco y cruzar el océano desde América para pisar su Europa natal una vez más, y en el proceso, volver a ver a su querido compañero alemán, con quien realizó el viaje que cambiaría la vida de ambos para siempre.
Bonpland nació en La Rochelle, un puerto importante del oeste de Francia, conocido hoy por su “Venise verte” (Venecia Verde), una serie de pequeños canales llenos de vegetación. No es difícil, visitando la zona, conjeturar que estos frondosos paisajes tuvieron parte en su pasión por las plantas. El apellido, en todo caso, es también una coincidencia. Era el apodo que le dieron a su padre —médico y viticultor que aparentemente exclamaba “qué buena planta” (quel bon plant) frente a las vides que le llegaban a impresionar. El apodo pasó a borrar por completo el nombre oficial de la familia (Goujaud).
Aimé por un breve periodo ejerció la profesión de médico, no sin antes pasar por París, donde frecuentó con insistencia el Jardin des Plantes. Se maravilló y familiarizó con la colección botánica más importante de especímenes equinocciales, recolectada durante diez años por los geodésicos Jussieu y La Condamine. Al mismo tiempo, cursó materias con figuras históricas de la Ciencia, como Jean-Baptiste Lamarck (quien anticiparía una “teoría de transmutación” similar a la de evolución de Darwin) y el propio Antonio Lorenzo de Jussieu (sobrino del geodésico).
Tenía, además, aventura en la sangre. Criándose en un puerto principal como La Rochelle, el horizonte lo tenía entre ceja y ceja y entre su creciente obsesión por las plantas y el bicho de viajar muy adentro, Humboldt, desde el minuto que lo topó en un pasillo de la casa en la que ambos alquilaban cuartos de hospedaje, supo que había encontrado a su contrapunto ideal. Bonpland probó serlo con creces. Imaginen todos esos años juntos. Imaginen pasar tan sólo unos días con una persona de la intensidad de Humboldt. Bonpland era aquiescente, colaborador, un dedicado explorador que durante las difíciles jornadas y expediciones a volcanes andinos y tórridas marañas del Orinoco (donde por poco muere de disentería) nunca se quejó, ofreciendo siempre disponibilidad y solución. Se acompañaron hasta las últimas consecuencias y volvieron con una colección de decenas de miles de especímenes de plantas y miles de especies, dos tercios de las cuales eran nuevas para la Ciencia. En todo lado, claro, se nombra a Humboldt y poco se dice de Bonpland. Son estas, a veces, las injusticias de la Historia.
Humboldt, hoy lo sabemos, estuvo encargado (al punto de la obsesión) de organizar y desmenuzar todo lo recopilado en América. Hubiera, sin duda, querido que Bonpland sintiera la misma necesidad. Pero de regreso en Europa, Bonpland no se sintió implicado en el proyecto científico. Logró editar sólo un primer volumen sobre lo que venía a ser la colección de plantas más grande que una sola expedición hubiera recolectado en la historia (y eso que un tomo entero se perdió en el mar en su traslado a Europa), pero tardaba demasiado en crear los escritos e informes, aun cuando Humboldt le había asegurado un provechoso salario con el gobierno francés para que lo hiciera.
En 1808, Bonpland inició su trabajo de embellecer los lujosos jardines de Josefina Bonaparte en Malmaison, empleo que lo llevó a abandonar por completo el proyecto que había iniciado con su colega prusiano. Bonpland, habría que entender su arquetipo, era un hombre de espíritu libre, uno de los botánicos de campo más duchos del mundo, pero, por lo mismo, incapaz de sentarse detrás de un escritorio y pasarse el día diseccionando tallos y hojas (¡y vaya cuántos tallos y hojas!). Sus deseos estaban lejos y por ello, luego de que Josefina Bonaparte muriera y Napoleón fuera exiliado, siguió su corazón y volvió a América… para nunca más volver.
La poca importancia que se le atañe a Bonpland dentro del trabajo de Humboldt es, evidentemente, debido a la falta de trabajo publicado. Todo lo que ambos científicos vieron en la gran gira por América, lo vemos desde los ojos de Humboldt. Pero Bonpland, sin duda, era el que mejor conocía las plantas. Y fue su gran conocimiento lo que permitió a Humboldt asimilar, correctamente, varios conceptos personales a partir de un plano botánico (siendo, además, las plantas el eje central del tan conocido Naturgemälde). No sólo habría sido imposible un récord de colección botánica tan asombroso sin Bonpland, es probable que Humboldt quizás ni siquiera hubiera llegado a las conclusiones a las cuales llegó y con las pruebas que tuvo para llegar a ellas, si no fuera por el francés. Debemos notar también que la formación de Bonpland con algunos de los científicos más importantes de Europa, fue también aporte a la visión total de Humboldt.
Humboldt, por su parte, estuvo forzado a buscar otros colaboradores para culminar su proceso de publicación, hallando en un joven entusiasta de 24 años, Carl Sigismund Kunth, el talento que precisaba. Fue este gran dibujante, y pronto excelso botánico, que, durante 20 años, preparó los siete volúmenes de Nova Genera et Species Plantarum y por ello gran parte de las plantas descritas cuentan con la rúbrica H.B.K. (Humboldt, Bonpland y Kunth). También debemos mencionar el rol de José Celestino Mutis, español radicado en Bogotá, que había descrito muchas de las especies que el trío llegó a publicar y describir de manera oficial en Europa.
Bonpland terminó en la región de La Plata, llevándose sus propias semillas de árbol de naranja en las maletas para cultivarlas allá (fue también profesor de ciencias en Buenos Aires), instalándose en Santa Ana de Misiones, a las orillas del río Paraná, en la frontera con Paraguay. Aquí, halló un interesante negocio en la producción de yerba mate, pero pronto el monopolio de este cultivo, presidida por el presidente paraguayo José Gaspar Rodríguez de Francia, le granjeó serios problemas y diez años de prisión. Cuando Humboldt escuchó de los aprietos en los cuales se encontraba Bonpland, y dada la gran influencia en el mundo que siempre tuvo, intentó convencer a Simón Bolívar de invadir Paraguay para que disolviera la dictadura y de paso liberara a su amigo. Esto jamás ocurrió y Bonpland tuvo que esperar una década para volver a su “buena planta” —la yerba mate—, a su hacienda en Santa Ana, a sus naranjas. Fue muy querido y recordado en la región y hoy, a pocos kilómetros de Santa Ana, existe un poblado con su nombre.