Los valores de muchas sociedades modernas defienden algo que la naturaleza no ha reservado a ningún otro ser viviente: una vida completamente aislada de la cadena alimenticia que lo sustenta. Es una de las grandes ironías de nuestra actualidad. Si acaso alguno de nosotros estamos conscientes sobre cómo nos llegan los productos al supermercado o cómo llega el combustible que nos permite viajar en auto por la ciudad, en el fondo, éstas son elucubraciones pasajeras. Con tal de que podamos hacer todas estas cosas (y que al pasar de los años, se puedan hacer muchas más), poco nos preocupa el aspecto fundamental de nuestra existencia en la Tierra: esto sería, claro está, que todos vivimos en ella, y dependemos de ella.
En esto de ‘recibir vida del planeta en que vivimos’, uno de los protagonistas es el bosque húmedo tropical. Donde sea que estemos en el mundo, todos estamos vinculados, necesariamente, a este ecosistema siempreverde que se replica alrededor de la línea equinoccial, entre los trópicos de Cáncer y Capricornio. Produce tanto oxígeno que muchos lo llaman, sin exagerar, los pulmones de la Tierra. La Amazonía, atado al cuerpo de agua dulce más voluminoso del mundo, es quizás el pulmón más importante de todos.
Es un pulmón fuerte. Ha logrado sostener a la vida en este planeta por muchísimo tiempo – desde que Dios la creó, dirían los religiosos – en tanto que sostiene en su propio abrazo, la diversidad más importante de vida natural. Y por supuesto, como parte de este conglomerado de especies, está el Hombre. Se registran por lo menos 10.000 años de presencia humana en la selva amazónica, presencia que ha sabido encontrar feliz equilibrio en su seno – testimonio de ello son los Huaorani ecuatorianos – y que ha sabido, como todo los otros seres vivientes que ella acoge, hacer que permanezca rozagante y saludable. Es un fenómeno de indescriptibles proporciones el que hoy, ese mismo ser humano, quien goza de su oxígeno y quien se maravilla de sus portentos, sea también su peor enemigo, y que en sólo un puñado de años, de esos 10.000, esté atentando (con tanto éxito) a su destrucción.
Como orquídea que imita a la víbora para que no la coman, la cara ‘impenetrable’ de la Amazonía es en realidad un frágil equilibrio que cualquier desajuste puede echar al suelo.
Si comparamos nuestra ambición por el petróleo, por ejemplo, con los cigarrillos – la alegoría no dista mucho cuando pasamos al lado de los pozos petroleros y mecheros incesantes del río Napo – es muy probable que lleguemos, como el enfisema, a calar lo suficientemente hondo en la selva cómo para enfermarla de muerte. Y como un cuerpo frente a un cáncer, la caída será fulminante. Como ciega avanzada de células rebeldes, aisladas de sus funciones naturales, el Hombre se propagaría a través de los últimos parches de naturaleza virgen hasta destruirla… y destruirse.
Sin duda, es más fácil ignorar que aprender. Tomar decisiones desde un escritorio y firmar contratos en una mesa siempre es más fácil que tomarse el tiempo de estudiar una solución valedera que pueda proteger la Amazonía de nuestras ambiciones pasajeras. Para qué facultar a los pueblos sobre el uso sostenible de los recursos naturales, crear plazas de trabajo conectados con la Tierra en que vivimos, fomentar bienestar, salud, acceso a agua potable y limpia, y alimento para todos, si es más fácil esperar que los réditos del petróleo solucionen problemas de la sociedad (las cuales más bien ahonda) provocadas, incluso, por nuestra propia y autoimpuesta burbuja de desarrollo.
¿Cuándo dejamos de pertenecer al mundo? Aparte de nuestros perros, gatos y plantas en maceta, no mantenemos vínculos con los seres que nos rodean.
Mientras tanto, en la Amazonía, un árbol, el más grande y alto, depende de los habitantes más pequeños que viven en él. Y éstos, por su parte, dependen de ese árbol. Cuando consideramos la compleja red que forjan las especies amazónicas y la cadena alimenticia que éstas forman, en la que todo ser del bosque participa, sólo podemos volver la mirada hacia nosotros mismos en asombro. No nos importa que nuestras ciudades formen barreras de nubes negras. No nos importa que miles de seres vivos, como lo somos nosotros, sean aniquilados con la tala masiva de árboles para una carretera: 150,000 metros cuadrados de bosque tropical al año; más de 50.000 especies extintas, especies que hacen el trabajo invalorable de asegurar el balance y subsecuente existencia de nuestra selva amazónica.
El cambio de matriz conceptual de nuestra modernidad, uno creería entonces, sería buscar reestablecer la conexión perdida hace tanto tiempo ya, levantando el puente del Hombre hacia sus recursos vitales. Hasta ahora ningún gobierno ha puesto a la naturaleza por encima de su destrucción; y nada han hecho nuestros líderes por preservar el bosque húmedo tropical, pulmón del mundo.