Amanecer en el Austro

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Dejamos atrás la dramática luz de Quito, aquellos rayos atrapados dentro de la ciudad desde temprano en la madrugada por un muro colosal de montañas, para despertar en Cuenca, donde el sol acaricia, donde el astro rey fluye a través del valle en olas suaves y generosas. Esta es una diferencia palpable entre estas ciudades de montaña —las ciudades de montaña más importantes de Ecuador— pero no porque Cuenca no esté rodeado de una topografía accidentada. Lo está. Tal vez menos abrupta que en el norte, pero, sin duda, más nudosa, más laberíntica. La cosa es ésta: Cuenca —la ciudad— es diferente. Es como un milagro en medio de las montañas.

Esta es sin duda la razón por la cual la voz ‘Guapondélig’, el «valle tan vasto como el cielo», tuvo tanto sentido cuando los primeros pobladores de la zona, los legendarios cañaris, buscaron un nombre para describirlo. En aquel reino rugoso, donde trayectos llenos de irregularidades eran necesarios para movilizarse por el mundo, prosperaba un valle milagroso, tan diferente a cualquier cosa que nadie hubiera visto, que sin duda parecía «tan vasto como el cielo».

ingapirca. Fotografía: Juan Pablo Verdesoto.

Un corto trayecto en cualquier dirección fuera del casco urbano, hacia la cuna del mito de la creación cañari, a lo largo de las colinas vertiginosas de San Bartolomé, hacia los paisajes quebrados sobre Paute, hacia Dudas y las represas hidroeléctricas, no revela más que barrancos estrepitosos. Guapondélig, donde los ríos ruedan al ritmo de quienes pasean a su vera, donde se puede caminar 
sin cansarse y sentir la tranquilidad de lo que sólo puede compararse con el fondo de una «cuenca», es un valle vasto y lánguido, cuya luz brilla de manera uniforme desde el momento que despunta el día, creando transiciones delicadas, contornos suaves sobre los tonos tierra de sus techos de teja. Tales visiones diferentes —la chola con sus flores o un hippie armando su «vitrina» sobre una alfombrita en una plaza colonial, una monja abriendo su tienda de pan y un artista de graffiti recogiendo sus latas de pintura — coexisten, no importa cuán distintos, animados por la luminosa generosidad de la mañana.

El sol brilla en las manos de artesanos, le da colores a los ríos, baña las paredes e ilumina las cúpulas de las iglesias y los campanarios, como si la armonía fuera dote de quienes escogieron este valle celestial como su territorio para así olvidar el resto de este mundo escarpado y rugoso donde los bordes compiten, donde las diferencias se desprenden de cada sombra. Cuenca es diferente.

Una ciudad piel de cebolla

Todo es más de lo que parece en Cuenca. Uno juraría que está rodeado de edificios coloniales en el Centro Histórico, pero sólo podemos mencionar una decena que fueron construidos antes del siglo 19. Uno
se maravilla de la influencia fran-
cesa en balcones de hierro forjado, entrando en patios y admirando lo que ‘debe-ser’ latón francés, imaginando la sociedad francesa que prevalecía a inicios de los 1900, pero el arqueólogo Paul Rivet era, por años, el único fran- cés en toda la ciudad. Curiosamente, poco queda de lo que fuera la segunda capital de los Incas, el majestuoso Tumipamba y lugar de nacimiento
de Huayna Cápac. Sin embargo, sólo el sitio de Pumapungo vagamente sugiere lo que se cree replicaba en grandeza y portento al Cuzco impe- rial. ¿Y los rasgos cincelados de los cañaris? Apenas podemos distinguirlos en las facciones redondas de la chola cuencana… Todo tiene que estar ahí en alguna parte, si no arremolinándo- se en el aire, corriendo en la sangre o escondiéndose en las grietas, mientras la tan mentada «identidad» continúa grabándose sobre las fachadas, enci- ma de lo anterior. Cuenca, ¿qué duda cabe?, adoptará nuevos rostros con el tiempo, pero ¿cambiará su esencia?

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